Este domingo, festividad de la Ascensión, será leído en nuestras iglesias el texto más denso del primer evangelio. Se trata del encuentro de los Once discípulos con el Resucitado en la montaña de Galilea. Un encuentro que tiene como fruto, ante todo, la misión, esa extensión de la Buena Noticia que no ha cesado desde entonces.
Al encontrarse con Jesús vivo, lo primero que hacen los discípulos es adorarlo. En este gesto, no solo está el reconocimiento de su victoria, sino que se nos ofrece un signo para recordar escenas pasadas del evangelio. En los comienzos, cuando los magos llegan desde Oriente, al encontrar al Niño, lo adoran: su actitud es un adelanto de la realidad plena que será mostrada a los discípulos para todas las edades. El gesto de los magos es una profecía del final de este Niño y su significado para todas las gentes. Ahora, más allá de la vida pública y la muerte, llega la adoración definitiva.
Pero el gesto de la adoración nos recuerda también los inicios de la vida pública, en la tercera y última tentación en el desierto. El diablo le ofrece al Mesías todos los reinos de la tierra si lo adora. Es la forma demoníaca de ejercer el ministerio: desde el poder. Al final, tras pasar por la voluntad de Dios, por la flaqueza en la misión, Jesús recibe mucho más poder que el diablo le ofrecía; ya no gobierna solo sobre todos los reinos de la tierra: Dios le ha concedido el poder, también, sobre el cielo. Basados en esta autoridad, solo suya, deberán los discípulos realizar su misión. A diferencia de las pretensiones del tentador, es Jesús quien recibe ahora la adoración.
Pero hay una expresión extraña en este texto tan importante. Al adorarlo, nos dicen algunas traducciones de la Biblia, “algunos dudaron”. ¿Cuántos? Eran once: ¿podemos saber el número y la identidad de los discípulos a los que les cuesta la adoración? ¿Sería Tomás uno de ellos? Eso podría parecer si entendemos el texto desde otro evangelio, el de Juan.
Pero el texto griego original no dice nada de “algunos”. Nos dice, sin más que “ellos, sin embargo, dudaron”. Para intentar comprender ese “sin embargo”, otras versiones de la Biblia traducen de una forma un poco rebuscada: “Ellos, que habían dudado”. Tendríamos que irnos a san Lucas para entender esta duda previa de los discípulos que, por otra parte, es difícil de compaginar con las palabras griegas originales del texto.
La cuestión es mucho más sencilla. Los que dudan son todos, los Once, no hay ningún grupo con mayor o menor confianza. El difícil “sin embargo” debemos entenderlo, no en relación con alguna supuesta actitud anterior de los discípulos, sino con otros personajes que acaban de adorar al Resucitado: las mujeres.
Ellas se encontraron con Jesús y adoraron, sin más. Los Once, en cambio –es decir, a diferencia de las mujeres– adoran con dudas. La fe de las mujeres fue más firme que la de los Once. San Mateo no quiere dejar de insistir en este dato que ha recibido de la tradición. En cambio, serán ellos los que reciban la misión universal, no ellas.
Gracias a esta insistencia del evangelista, aprendemos que no siempre son elegidos los más preparados, los más devotos, los más esforzados. El motivo de la elección no está nunca en el elegido, sino en el que elige, en su libertad y gratuidad.
Aprendemos, también, que no es necesaria una fe plena para recibir la misión: nunca está nuestra fe a la altura de la tarea encomendada. Salir en misión es también crecer en la fe. La adoración plena va llegando cuando nos abrimos a los demás y nos convertimos en testigos de una verdad en la que vamos entrando cada vez más.
Por último, de la mano de aquellas mujeres que no dudaron, aprendemos que los apóstoles más intrépidos necesitarán siempre la fe firme de la Iglesia. Pedro, el gran apóstol, necesitará la misión de María. En la Iglesia nadie es prescindible: todo es misión, todos estamos en la presencia del Resucitado y de sus labios vamos recibiendo la misión en la comunidad.
Todos adoramos, aunque tengamos que aprender unos de otros. Todos evangelizamos, y solo es posible hacerlo en comunión.
Manuel Pérez Tendero