No fue el único, pero sí el que lo dijo de una forma más convencida: “El mundo ha preferido las tinieblas a la luz”. Según el cuarto evangelio, Jesús pronunció estas palabras al comienzo de su misión, pero también lo repitió a mitad del ministerio y cuando llegaba a su fin. En el final de su vida, esta preferencia se vio trágicamente reflejada en una elección que hizo el pueblo elegido: Barrabás fue liberado y se pidió la crucifixión de Jesús de Nazaret. Los hombres, todos los hombres, pero también los hombres religiosos, prefirieron la compañía del malhechor a la presencia del Hijo de Dios.
Creo que esta elección es una constante en la historia de la humanidad. Siempre habrá honrosas excepciones, pero, como dinámica general, el hombre elige la tiniebla y se aparta de la luz; aquel que fue creado para vivir en claridad se decide por la oscuridad.
¿Cuál es la causa de esta elección? Jesús también se atrevió a contestar a esta pregunta: “Porque sus obras eran malas; todo el que obra perversamente detesta la luz para no verse acusado por sus obras”. Se trata de la “clandestinidad vergonzante” de que nos hablan otros textos de la Biblia. Los mismos primeros padres, Adán y Eva, se ocultaron después de pecar.
Esta elección sitúa al hombre –sigue diciendo Jesús– en una dinámica de juicio: nuestras obras tienen sus consecuencias, cada elección produce sus frutos, buenos o malos. Normalmente, estos frutos solo se reconocen cuando ya no hay remedio, cuando la catástrofe no se puede evitar. ¿Qué solución plantea Jesús ante este dilema de la humanidad? En muchos textos se habla de la conversión, siguiendo la estela de los antiguos profetas: es posible evitar el desastre si se cambia de rumbo, si se vuelve a la luz, si se renuncia a las obras malas.
Pero llegan momentos en los que ya no es suficiente con la conversión: el desastre llega. Es lo que nos relata el final del segundo libro de las Crónicas, que este domingo leeremos en nuestras parroquias. El exilio del pueblo elegido llegó, la destrucción de la ciudad y del templo se hizo real. Habían pasado siglos de avisos proféticos que el pueblo rechazó; hubo castigos preventivos para intentar cambiar el rumbo: todo fue inútil.
Este final en el que no hay remedio, ¿se aplica solo a momentos puntuales de la historia, como el exilio de Israel o ciertos desastres en la historia de la humanidad? ¿No se podría aplicar a toda la historia de los hombres en general?
Es lo que parece suponer Jesús cuando nos dice que la única solución está en elegirlo a él: es la única posibilidad de evitar el juicio. Si nos situamos en la dinámica de la justicia de la historia, el mundo está abocado al desastre, no ya parcial, sino definitivo. La fe en el Hijo de Dios hace posible que la justicia de Dios reine en la historia y el pecador pueda ser salvado.
En la estela de nuestro Maestro, por tanto, debemos seguir predicando estas dos soluciones para un mundo en tinieblas: la conversión y la fe. Ambas dimensiones se complementan y hacen posible un futuro de esperanza.
El pasado viernes, en el claustro del Seminario de Ciudad Real, un grupo de personas celebraban una liturgia de la luz. Al salir, llevaban en sus manos una lámpara encendida para extenderla por sus casas y parroquias. Es la luz de la oración, es la luz que vence a la tiniebla, es la luz de Jesús.
Los creyentes estamos llamados a elegir a Jesús, luz del mundo, a encender nuestras llamas en su lumbre para extender la claridad de Dios en todos los rincones de nuestra sociedad. Hay futuro, hay solución.
Este “encendido de la luz” coincide con la celebración de san José, padre y patrono de nuestros Seminarios: necesitamos profetas que nos llamen a la conversión y sacerdotes que hagan presente la luz de la fe; necesitamos a Jesús: por eso existe el Seminario, por eso lo llevamos en el corazón, por eso rezamos.
Manuel Pérez Tendero