Allá por el siglo séptimo antes de Cristo, un joven profeta de Anatot anunciaba a sus contemporáneos una futura intervención de Dios para renovar la alianza antigua del Sinaí, en tiempos de Moisés. La primera alianza había vivido siempre bajo el signo de la ruptura: el pueblo y sus dirigentes habían sido infieles al compromiso que sus padres realizaron y que ellos renovaban año tras año.
¿No es la ruptura también el signo de nuestros tiempos y todas sus alianzas? El deseo de Jeremías es también el sueño profundo de todos los que, a pesar de todo, creen en el futuro del hombre en estos tiempos.
Jeremías conoce las claves para superar la dinámica de la antigua alianza y sus compromisos efímeros: se trata de renovar el corazón, es decir, el interior de la persona. La nueva alianza será una “religión del corazón”. No significa exactamente lo mismo esta expresión en Jeremías que en los filósofos del siglo XIX. Religión del corazón no es religiosidad de la emoción y el sentimiento pasajero, de la lágrima fácil y la devoción intensa pero sin implicaciones en la vida. Para un judío, el corazón es también el sentimiento, pero es mucho más: es el centro de la persona y su libertad, es la raíz de su voluntad y la fuente de sus motivaciones.
En la primera alianza, las leyes de Dios se veían como algo impuesto desde el exterior, y exigían un esfuerzo titánico de la propia voluntad. Jeremías promete la interiorización de esa ley: el realizarla nos brotará del alma, con motivación interna e intensa; no será imposición extrínseca, sino movimiento que llega a la vida desde los latidos mismos de nuestro propio corazón.
¿Cómo sería el mundo si “el cuerpo nos pidiera” amar a todos y sonreír a cada persona con que nos encontramos? ¿Cómo cambiaría nuestra sociedad si todos encontráramos nuestra felicidad más completa e inmediata en ayudar a los demás, si aplaudiéramos las victorias de los otros y fueran nuestra gloria sus triunfos?
El salmista también lo sabe muy bien: “Necesito un corazón nuevo y un espíritu firme; si Dios no me cambia el corazón, nada cambiará en mi vida, todo serán reformas superficiales e intenciones sin fruto”. La nueva alianza habrá de ser una verdadera “nueva creación”, un milagro de Dios en el corazón de cada hombre para que todo cambie desde la raíz personal de lo real.
Mañana es la festividad de san José y, por eso, toda la Iglesia celebra este domingo el Día del Seminario. La casa de Nazaret fue la escuela del gran sacerdote de la historia. En Ciudad Real, el lema elegido para esta Jornada es “Desde el corazón”. Las vocaciones sacerdotales que necesitamos y pedimos son vocaciones de la nueva alianza, de esa nueva etapa de la humanidad en que el corazón va siendo recreado. El vino nuevo no puede ser conservado en odres viejos. Cristianos con viejo corazón, con una visión de la alianza desde la ruptura, no despertarán a la llamada del Dios de Jesús.
Cuando se recibe desde un corazón de piedra, cuando el ritmo de nuestros latidos es el ritmo de lo antiguo y lo mundano, la propuesta vocacional se hace estéril. ¿Existen en la Iglesia corazones nuevos capaces de responder a la novedad de la llamada?
No necesitamos sacerdotes de formas externas cuyo corazón no ha sido recreado. La nueva alianza requiere una Iglesia nueva, unos cristianos renovados; y estos cristianos necesitan un sacerdocio de corazón nuevo, según el corazón de Dios, como también Jeremías supo anunciar para el futuro.
¿Dónde está la fábrica de estos nuevos sacerdotes; dónde, la fuente de este nuevo cristianismo? ¿Dónde se está fraguando la nueva alianza? En el corazón de la Iglesia, en la Eucaristía. La palabra firme del Resucitado nos llega al corazón y lo renueva; su carne, transformada en comida, se hace digestión interna para recrear nuestra alma y nuestro cuerpo desde la fuerza de Dios.
Creemos en la nueva alianza; creemos en la Eucaristía; creemos en la vocación. Lo prometió el profeta: lo vamos viendo realizado entre nosotros.
Manuel Pérez Tendero