El diluvio es conocido por casi todas las culturas antiguas. Era conocido mucho antes de que se escribiera el precioso texto bíblico cuyo héroe es Noé. Pero ningún relato ha influido tanto como la versión bíblica de esta antigua tradición.
El diluvio parte en dos la historia antigua de la humanidad, señala un nuevo comienzo: Noé es presentado como un nuevo Adán, también con tres hijos.
Nada más acabar el diluvio, en el que ha permanecido en silencio, Dios habla con Noé. El Dios bíblico es alguien que se comunica, un ser de diálogo, un interlocutor del hombre. El racionalismo, en esta cuestión, es lo más lejano a la idea bíblica del ser, de lo humano y de lo divino.
Cuando habla con Noé, Dios le comunica una alianza; es la primera alianza de la historia de la humanidad. Luego vendrán otras: con Abraham, con el pueblo de Israel, con la casa de David, con los sacerdotes; esta es la más antigua y la más universal: se trata de una alianza con toda la humanidad.
Este carácter universal diferencia este pacto con el más importante que la Biblia nos propone: el pacto del Sinaí, por mediación de Moisés, con el pueblo de Israel. Pero la diferencia no esta solo en los destinatarios, sino en el carácter mismo de la alianza. En el Sinaí, la alianza es bilateral: Dios se compromete y el pueblo ha de comprometerse también. Para que exista una mutua pertenencia que dure, el pueblo debe cumplir la Ley, de la misma manera que Dios se compromete a hacer fecundo al pueblo y entregarle la tierra prometida. La del Sinaí es una alianza condicionada, una alianza que se puede romper.
En cambio, la “alianza” con Noé es completamente distinta: se trata de un compromiso unilateral de Dios con la humanidad y con todas las criaturas: nunca volverá el diluvio, el Creador no volverá a destruir la tierra. Para que esto suceda, el hombre no tiene que cumplir ningún requisito, no tiene que dejar de pecar. Por mucho que aumente el pecado, la situación del diluvio no se va a volver a repetir. Esta alianza, por tanto, no se puede romper, su futuro depende de la fidelidad de Dios.
No es bíblica, por tanto, la actitud de los que piensan que Dios se puede cansar de la humanidad y puede volver a enviar un desastre que acabe con toda la creación. Dios no miente, él no habla ni promete en vano, su fidelidad es eterna.
Como signo de este compromiso gratuito de Dios, el texto de Noé nos habla del arco iris, que surge después de la lluvia. En otras tradiciones sobre el diluvio, también aparece algún signo, como la piedra de lapislázuli.
A la Biblia le gusta mucho el símbolo de la luz. Se trata de una realidad llena de vida pero no disponible, muy “espiritual”; parece no ser nada en sí misma y, en cambio, llena de belleza todo lo que toca. Dios es luz, su Ley es luz, su Palabra es lámpara para nuestros pasos. Frente a la luz, su vida y su belleza, se sitúa la oscuridad, como signo del temor y el pecado: la falta de color, la no distinción, la imposibilidad de hacer camino.
El arco iris es la multiplicación de esa luz pura y única en los mil colores de la divesidad de las criaturas: belleza derivada que proviene de la Belleza original. El artista esloveno Marko Rupnik supo expresar esta idea, con su palabra y sus obras de arte, de una forma perfecta en su libro Los colores de la luz.
Como la alianza con Noé, el arco iris tampoco se elige: lo ha elegido Dios, está ahí como signo que nos precede y nos recuerda que, por debajo de nuestras elecciones, aunque sean erradas, nos precede la voluntad del Creador, su proyecto de bien y de belleza. Lo más importante que somos no depende de nosotros; tampoco depende totalmente de nosotros nuestro futuro y el de todas las criaturas que –no lo olvidemos– nosotros no hemos creado.
El arco iris nos recuerda que, por muchos errores que cometamos, Dios permanece fiel y hace posible que haya una esperanza para todos.
Manuel Pérez Tendero