Varios jóvenes, unidos con los brazos por encima de los hombros, de espaldas: ese era el cartel oficial para la Jornada del Seminario en este año. Hoy, en la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones, que se celebra de manera conjunta con la Jornada de las Vocaciones Nativas, volvemos a tener en el cartel a un joven de espaldas, mirando al horizonte sobre lo que parece ser una gran ciudad. El color anaranjado de la fotografía se puede interpretar como un amanecer o un atardecer.
Me hace pensar la repetición de este tema: el joven, de espaldas. Posiblemente, sobre todo en el cartel de la Jornada de hoy, la mirada hacia el horizonte quiere significar la apertura de miras, la búsqueda de perspectivas más amplias, sin conformarse con lo que se nos ofrece en el disfrute inmediato. La llamada vocacional sería respuesta a las inquietudes de jóvenes y adolescentes hacia una vida más plena, donde la inquietud radical del ser humano solo puede ser llenada por la entrega.
Pero estar de espaldas también puede significar otra cosa. ¿Cómo se puede hablar a aquel a quien no le vemos el rostro? La espalda puede significar la actitud espiritual de aquel que se cierra a cualquier voz que llegue del exterior.
¿El problema de la pastoral vocacional no tendrá que ver, no tanto con la escasez de la llamada, como con la actitud cerrada de aquellos que deben escuchar? ¿No falta la base humana que haga posible la respuesta a una llamada divina?
En una sociedad que le da la espalda a Dios, ¿es posible la vocación? En una Iglesia cuyos miembros estuvieran poco acostumbrados a orar, no frecuentaran los sacramentos, estuvieran alejados de la eucaristía, no supieran ver los sufrimientos de los demás y proyectaran toda su vida sin tener en cuenta a Dios: ¿sería posible la respuesta si los cristianos viviéramos de esta manera?
¿Habita Dios en el horizonte de nuestros jóvenes? ¿Y en el de nuestros mayores? ¿Habita en la palabra de los que deben responder? ¿Y en la palabra de aquellos que tienen que atreverse a hacer la oferta vocacional?
¿No es la falta de vocaciones un signo de la postura de la mayoría de los cristianos con respecto a Dios y a los demás?
¿Es suficiente sembrar para conseguir que haya cosecha? ¿No debemos también preparar los campos? ¿No tiene que llover en abundancia?
¿Qué hacer para preparar libertades ante la llamada? ¿Cómo ayudar a cambiar de perspectiva para que Dios y la Iglesia puedan vernos el rostro y nos puedan hablar a la cara? ¿No necesita la vocación una verdadera conversión, un giro radical de la propia persona?
¿No se fundamenta la pastoral vocacional en toda la pastoral de la Iglesia, que llama a la conversión y atrae corazones para seguir a Jesucristo?
Cuando los discípulos de Emaús caminaban tristes, alejándose de Jerusalén, Jesús resucitado les salió al encuentro, escuchó su relato cargado de tristeza, les habló, se dispuso a cenar con ellos… y consiguió que regresaran a Jerusalén para ser enviados; los recuperó para la misión. Estaban de espaldas a Jerusalén, a la Iglesia, al futuro, pero Jesús consiguió que llamada y conversión convergieran para hacerles volver.
Cuando María Magdalena estaba frente al sepulcro, se volvió para hablar con Jesús, pero no lo supo reconocer. Solo cuando el Resucitado pronunció su nombre –“¡María!”–, ella se volvió y reconoció al Maestro que la llamaba a nuevos horizontes. Se convirtió, entonces, en apóstol de la resurrección.
Por tanto, sigue siendo posible la vocación aunque los discípulos estén de espaldas. El Resucitado lo puede conseguir. Solo él.
Estamos celebrando el cuarto domingo de Pascua, el domingo del Buen Pastor: él nos conoce a todos y nos ve la cara sea cual sea nuestra postura. A él le pedimos el milagro de la vocación.
Manuel Pérez Tendero