Los profetas antiguos anunciaban la intervención de Dios en la historia para restablecer la justicia: Dios es rey del mundo y va a tomar las riendas de todo lo humano para reivindicar a los olvidados y llenar de dignidad a los oprimidos.
Jesús de Nazaret anuncia, por encima de todo, que ese Reino que los profetas anunciaron ya está aquí, comenzando. Con sus palabras, él anuncia su presencia; con sus gestos, él mismo lo inaugura: los enfermos empiezan a recuperar la salud, los ciegos comienzan a ver, los oprimidos son liberados, los pobres reciben la Buena Noticia, los muertos resucitan.
Un comienzo prometedor: así lo vieron la mayoría de sus paisanos, sobre todo los sencillos. Pero esa siembra del Reino, que comenzó por Galilea, se frustró a las puertas de Jerusalén. ¿Qué ha sucedido? Parece que Jesús quería, pero no pudo; sus intenciones fueron buenas, pero, como sucede siempre en la historia, las fuerzas del mal se unen para acabar con la esperanza. Parece que a Jesús no le dejaron continuar su obra de instaurar el Reino de Dios en la tierra.
Pero, entonces, la pretensión de Jesús, llena de buena voluntad, fue mentira. No era de Dios lo que él predicaba y obraba, sino sueño suyo. Si hubiera dependido de Dios, el Todopoderoso habría sostenido su obra, no habría permitido que fracasara su profeta.
La misión de Jesús fue preciosa, pero fracasó: ¿no es esto signo de que no era de Dios?
La paradoja habita en el corazón del Reino, en la esencia del cristianismo.
Jesús mismo vivió esta paradoja y, por ello, utilizó la parábola de la semilla para explicar cuál es la dinámica del Reino: no es irrupción desbordante, sino siembra pequeña de futuro. El Reino tiene que ver con lo pequeño y con el tiempo, tiene que ver con la paciencia. El Reino no es evidente: actúa desde el interior y crece sin hacer mucho ruido.
La semilla, al final, será ejemplo definitivo para la verdad del Reino: el grano de trigo tiene que morir para que dé fruto; es decir, el fracaso de Jesús forma parte de la irrupción del Reino de Dios. Él no solo viene a hablar del Reino y a empezar a actuarlo: él es el Reino, él es la semilla; por eso, tiene que ser sembrado en lo profundo de la tierra y el silencio: para producir frutos que siempre permanezcan.
El sembrador se convierte en semilla. Por eso, también vemos otra paradoja en los evangelios, en el corazón del cristianismo: Jesús anunció el Reinado de Dios y la Iglesia anuncia a Jesús como rey. Jesús no es solo sembrador, sino semilla; él no es solo profeta del Reino, sino rey en nombre de Dios.
Un rey, de nuevo, marcado por la paradoja de las cosas de Dios, de su poder desbordante. Es un rey en el trono de la cruz, en una corte de ladrones, con una corona de espinas, con un ejército que se burla de él y le da bofetadas, con unos amigos y ministros que le abandonan en el momento de la coronación.
Por eso, este rey se identifica con todos los fracasados y olvidados: quiere que lo descubramos allí donde nadie mira, entre los despojos de la historia. Por eso nadie lo sabe ver: porque el Reino está despuntando allí donde nadie mira, toda su fuerza habita en los que no tienen poder.
¡Qué preocupados andamos por las intrigas del poder y la fuerza de la mentira de los medios de comunicación! ¡Pero qué poco sabemos mirar donde Dios actúa: en los de abajo, en los que no salen en las noticias, en los creyentes fieles que, día a día, se atreven a creer y a amar! En ellos está brotando el Reino, inexorable, imparable: Dios mismo es el garante de su verdad.
Manuel Pérez Tendero