¿Existen motivos internos por los que las cosas no van del todo bien? Nuestras crisis económicas, educativas, familiares, sanitarias, ¿son fruto, solamente, de cuestiones exteriores de gestión política y uso inadecuado de los recursos? ¿Existen motivos humanos, personales, morales, que expliquen nuestros caminos perdidos?
Es muy difícil encontrar la solución a un problema si no conocemos su causa. En medicina está claro, también en la ciencia. En cambio, en esta sociedad que se cree tan científica, no se tienen en cuenta estos principios que son pura lógica. Todo tiene sus consecuencias.
Creo que una de las causas internas de nuestras crisis es la falta de autoridad en nuestras relaciones. Me refiero, no solo a su falta de hecho, sino al rechazo de toda idea de autoridad como si fuera algo dañino para la libertad humana.
El evangelio que este domingo se leerá en todas las parroquias de España nos habla de la autoridad de Jesús.
Estamos en los comienzos de su ministerio; en Cafarnaúm, el día de sábado, en la sinagoga, Jesús estrena su misión. ¿Qué es lo primero que hace? Predicar, enseñar. ¿Qué enseña? No se nos dice. Se insiste, sin más, en cómo enseña: “Con autoridad”. Se repite dos veces esta constatación. En el centro de esta doble insistencia se sitúa el milagro del endemoniado: la obra maravillosa de este exorcismo sirve para ejemplificar la autoridad de la palabra de este hombre que llega, nuevo, desde Nazaret. Por ahora, importa más su palabra que sus milagros: los signos están al servicio de su palabra poderosa.
Para insistir en esta autoridad nueva, la gente lo compara con los escribas. Los escribas eran los maestros más reputados de Israel en aquella época, estudiosos y transmisores de la Ley y las Escrituras. Jesús no es un nuevo escriba, no es otro maestro rabínico, no es un profeta actual: hay algo más, existe una diferencia. Por ahora, la diferencia no se ve tanto en el contenido de su enseñanza, sino en la fuerza de su palabra, en su autoridad.
¿Por qué insisten los evangelios en la autoridad como la primera característica de Jesús? ¿Tiene esto que ver con nuestra crisis actual de autoridad? ¿Tiene que ver con la esencia del cristianismo y su propuesta a la humanidad?
En primer lugar, hemos de decir que tiene que ver, ante todo, con nuestra idea de Jesús. El Jesús histórico, el Jesús que nos presentan los primeros testigos de su vida, no se parece mucho a ese Jesús que hemos construido, anacrónico, desde nuestras ideologías y conveniencias. Jesús de Nazaret fue un maestro con autoridad, con una autoridad como ningún otro en su tiempo. Y esta fue la característica que lo hizo distinguirse de los demás.
El “Jesús ligero” que llama a todos a un “amor genérico”, que predica lo que nos conviene oír y no hace sino corroborar nuestras decisiones previas, este Jesús es una imagen irreal que nos hemos construido para no tener que cambiar nada en nuestra vida. Este Jesús inventado, por desgracia, también habita entre muchos creyentes.
¿Por qué tenía Jesús esa autoridad? Lo encontramos en todas las páginas del Evangelio: porque es el Hijo de Dios, porque habla desde lo que es y, por ello, lo vive plenamente. El origen y los frutos de cuanto vivimos son las claves de nuestra autoridad.
Esto tiene una consecuencia fundamental para nosotros: la autoridad en la palabra de Jesús hace posible la fe en nuestra respuesta. Las opiniones, aunque sean contrastadas con mucho respeto y profundidad, no suscitan la fe. Solo los testigos hacen posible la fe. Jesús es el testigo único del Padre: porque es el Hijo, porque ha sido enviado para ello. Creer es aceptar ese testimonio, reconocer esa autoridad, y construir la vida sobre él.
Es tal la autoridad que vemos en este hombre, que nos jugamos la vida por él, que construimos la vida desde él. Esto es la fe: reconocer una autoridad definitiva, fundar el presente y el futuro sobre la palabra de un hombre de quien nos podemos fiar, más que de nosotros mismos. “De la admiración a la fe” podría ser el proceso de aquellos galileos a las orillas de un lago. Tal vez, también, podría ser nuestro propio proceso.
Manuel Pérez Tendero