“Salud, dinero y amor”: ¿es la salud el bien más preciado por el ser humano? Así lo afirman las personas con experiencia en nuestros pueblos. Dicen también que lo que no nos falta no sabemos apreciarlo: por eso aprecian tanto la salud las personas mayores y enfermas.
El “estado del bienestar” tiene que ver, también, con este deseo de salud que todos compartimos. Después, vendrá la búsqueda de realización; pero la base de toda felicidad parece ser la salud del cuerpo y de la mente.
¿No se puede ser feliz sin una buena salud? La respuesta a esta pregunta no puede ser teórica, debe ser respondida, ante todo, por quienes han experimentado el dolor. Quizá todos podríamos responder, aunque no sea de forma definitiva, a la pregunta: ¿hemos sido felices alguna vez en medio del dolor? ¿Hemos encontrado, en alguna ocasión, algún sentido al dolor, nos ha hecho algún bien?
Creo que todos podríamos atrevernos a decir, tal vez no muy fuerte, que el dolor no es lo único en la vida, que la felicidad no depende totalmente de la salud.
En los evangelios, Jesús de Nazaret se acerca a los enfermos y los cura en muchas ocasiones. Dios también quiere quitar el dolor de su pueblo; la victoria sobre la enfermedad es uno de los signos del Reino. Jesús realizó muchos signos y milagros, pero los que más abundan son los milagros de curación.
Las curaciones son un signo del Reino porque expresan, en primer lugar, quiénes son los destinatarios principales de ese Reino, como dicen las Bienaventuranzas: los pobres, los que tienen hambre, los perseguidos. Dios ha elegido a los últimos para cambiar la historia, él se preocupa de los que no cuentan, de aquellos que la sociedad aparta y margina. Sus caminos no son nuestros caminos, como decían los profetas; sus criterios no son los nuestros, ni sus preferencias.
Por otro lado, la sanación de los enfermos tiene que ver con la salvación de los hombres. Sanar y salvar son verbos de la misma raíz; en griego, de hecho, son el mismo verbo. La sanación de los enfermos no es solo un signo externo del Reino, sino su comienzo: el Reino será salud para todos, superación de la enfermedad y el dolor, del sufrimiento y la muerte.
No se pueden separar la sanación del cuerpo y la salvación del alma. El espíritu también necesita ser sanado, el cuerpo también está llamado a ser salvado. El cristianismo no contrapone la salud del cuerpo y la salvación del alma: el Hijo de Dios se ha hecho carne y compartimos su cuerpo cada domingo; lo profesamos también en el Credo: “Creo en la resurrección de la carne”.
Por todo esto, porque Jesús curó a los enfermos, porque el Reino se construye desde los últimos y los que sufren, porque el cuerpo es carne de salvación, la Iglesia no puede dejar de estar presente en medio del dolor de los seres humanos. Ella es el cuerpo de Cristo para que sean tocados con la salvación del Resucitado todas las criaturas de Dios que viven en este mundo.
Los relatos evangélicos de curación suelen insistir en esta doble dimensión, inseparable, de la salvación. Este domingo leeremos la curación de un sordo de nacimiento que no es capaz de hablar correctamente.
El relato insiste en el aspecto físico de la curación y la gente se admira del bien que Jesús viene a traer a la persona concreta que sufre; pero las palabras de la curación –“¡Ábrete!”– y el contexto nos hablan de algo más allá de lo físico. El sordo es el símbolo de los discípulos que no comprenden al Maestro: son ciegos y sordos que necesitan ser curados.
Jesús ha venido a que nuestros cuerpos sean sanados, pero también a abrir una nueva perspectiva para cada uno de nosotros; quiere que aprendamos a escuchar una voz que viene de muy adentro y de muy arriba, la voz de Dios.
Necesitamos salud y necesitamos salvación: no nos contentamos con el bienestar.
Manuel Pérez Tendero