¿Cómo llegó el cristianismo a España y a todas las regiones del Mediterráneo en menos de un siglo? Sabemos bastante sobre la fuerza misionera de la Iglesia naciente gracias a los textos del Nuevo Testamento. Las cartas de san Pablo son un testimonio único sobre este rápido proceso de expansión, quizá como no ha habido otro en la historia.
Parece que existe un “milagro de origen” en el misterio del cristianismo. Los textos bíblicos relacionan este milagro con la presencia del mismo Espíritu de Dios en las comunidades cristianas. Por otro lado, fue fundamental la convicción de los misioneros y su esperanza firme en la llegada del Reino, la llegada de un Mesías que había vencido a la muerte para siempre.
Sin desdeñar este fabuloso milagro, llama también la atención el milagro del “arraigo” del cristianismo en todas estas regiones a las que llegó. Todos tenemos experiencia de fenómenos de moda que se extienden como la pólvora, pero que pasan rápido, como nuestras ídolos o nuestros programas de televisión.
El cristianismo no fue un movimiento efímero, fruto de un grupo de exaltados que lo dieron todo antes de morir. Este cristianismo sobrevivió a sus primeros misioneros, echó raíces en los territorios a los que había llegado. Este arraigo fue mucho anterior a la llegada de Constantino, fue anterior incluso a las grandes persecuciones de los emperadores romanos. Este arraigo se produjo, sobre todo, en la segunda generación cristiana, en el paso del siglo primero al segundo de nuestra era. ¿Cuál fue el misterio del arraigo del cristianismo en sociedades tan distintas de la antigüedad?
Esta pregunta es pertinente siempre, pero de forma muy especial en la actualidad, cuando estamos viviendo el desarraigo del cristianismo en muchas de estas sociedades, incluida la española.
¿Podríamos aprender algo de las primeras raíces para continuar una misión fecunda en nuestro tiempo? Además de imitar a san Pablo y toda su generación, también hemos de estar atentos a la generación subapostólica, muy anónima, pero clave para la duración del cristianismo en nuestra historia.
El contacto no es suficiente para que una presencia dure en un lugar: es necesaria la permanencia. Cuando mueren aquellos que tuvieron el primer contacto, se puede comprobar la raigambre de un fenómeno en una sociedad.
Es fundamental, por tanto, la transmisión para que exista continuidad. En la Iglesia primitiva hubo, al menos, un doble fenómeno de transmisión: la tradición apostólica y el legado familiar.
La tradición apostólica es la continuidad entre los dirigenes de la comunidad. Pablo murió, pero dejó a Tito y a Timoteo, junto a otros, al frente de sus Iglesias. San Pedro murió, pero un sucesor suyo siguió dirigiendo la comunidad de Roma como sucesor del apóstol. Jesús resucitado es el pastor perpetuo de su Iglesia: su presencia continua se significa en la continuidad de los ministros al frente de la comunidad.
Para que la Iglesia no pierda sus raíces, por tanto, es necesaria la continuidad en el ministerio, el cuidado del número, la calidad y, sobre todo, la fidelidad de sus dirigentes.
Por otro lado, hubo otra transmisión, más profunda, menos visible: la transmisión de la fe, de la práctica religiosa, de las ideas, de las costumbres y modelos de vida. Esto fue posible gracias a la institución familiar que ya existía, pero que el cristianismo vino a evangelizar. La familia romana, y otras instituciones paralelas de otras culturas, fueron fundamentales para que la Iglesia echara raíces en la sociedad.
Pero la Iglesia, además de evangelizar la familia, también introdujo una nueva familiaridad: la de los hijos de Dios. La transmisión de la fe también se dio en el seno de esta nueva familia cuyo hogar, cuyo fuego, cuya mesa compartida, fue la fracción del pan. Allí se reunían comunidades vivas que transmitían el tesoro de su fe a todos sus miembros.
En el milagro de la transmisión fue fundamental, además, el contenido de lo transmitido: se trataba de una vida transformada. No eran ideas, ideologías nuevas o viejas, convenciones sociales, misterios esotéricos… se transmitía vida: el Evangelio había cambiado la vida de estas personas y ellas, con la fuerza de su convicción, fueron transformando, desde dentro, la sociedad que les rodeaba.
Manuel Pérez Tendero