Cuando Jesús se despide de sus discípulos, en la cena última que compartieron antes de la detención, definió su relación con ellos desde una doble perspectiva, partiendo del símbolo de la vid y los sarmientos: no sois siervos, sino amigos; no me habéis elegido vosotros, sino que he sido yo quien os he elegido.
Dos perspectivas expresadas de forma negativa y positiva, para subrayar su contenido.
En primer lugar, habla de no siervos, sino amigos. Jesús de Nazaret es el Maestro; más aún, es el Señor, el Dueño de todo. Un Señor tiene siervos; pero este Señor ha venido a transformar las relaciones: sus discípulos son hermanos, sus criaturas, amigos íntimos.
La cultura griega valoraba mucho la amistad, también la tradición bíblica: la sabiduría, entrando en los hombres justos, suscita “amigos de Dios y profetas”. Lo que el hombre siempre ha buscado, la amistad que conforta, la amistad misma con Dios, es lo que Jesús ha venido a ser en carne y hueso: él es Dios-siendo-amigo, ternura entre nosotros.
La amistad, a menudo, puede convertirse en una palabra vacía, se puede aplicar de forma tan amplia y superficial que puede no significar nada. Para Jesús existen dos claves para que pueda haber verdadera amistad: la primera, entregar la vida por el amigo; la segunda, contarle todo, compartir la propia intimidad.
Ambas cosas son las que él ha realizado con los suyos para que, después, ellos las transmitan a los demás y llenen de amigos el mundo entero.
Toda la vida pública podría resumirse como ese transmitir la intimidad de Jesús con el Padre: les ha hablado a los suyos de los misterios del Reino, de la ternura de Dios. La predicación de Jesús, la revelación cristiana, es un acto de amistad, de llamada al amor; por eso, escuchar la Palabra es un acto de amor acogido, de amistad aceptada. Asistir a catequesis, estudiar teología, leer la Biblia: todo ello es un gesto de amor al Amigo, de escucha de sus cosas, de conocimiento que nos une a él.
Pero la amistad necesitaba un segundo requisito: entregar la vida por el bien de los amigos. Es lo que Jesús realizó en la última etapa de su misión. Todo el ministerio estuvo marcado por el servicio, por la ayuda, por la entrega a los discípulos y a todos los que sufrían; pero este servicio se hizo entrega definitiva, se hizo amistad sellada para siempre en el misterio de la cruz, el mayor gesto de amor de Dios al mundo, el mayor gesto de amistad del Hijo a los suyos, a quienes, habiéndoles amado estando en el mundo, “los amó hasta el extremo”.
La segunda clave de la relación de Jesús con los suyos es la elección. También esta es definida de forma negativa y positiva: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros”.
En esta frase se podría resumir el itinerario de muchos creyentes en el camino de su fe y su vocación. Muchos creíamos que la fe y el servicio a los demás brotaban de nosotros mismos, de nuestra libertad y elección, de nuestros deseos y búsquedas; por el camino, hemos ido descubriendo que Dios siempre estuvo ahí antes: nuestros deseos de buscarle brotaban de una presencia amiga que estaba allí, de forma callada y real, una presencia que existe antes de nuestra propia existencia. Él ama primero, él elige; nosotros, respondemos con libertad a ese amor primero que él nos ha regalado sin merecerlo.
Los amigos de Jesús han sido enviados a difundir esta amistad a todos los confines de la tierra. Por eso, predican la palabra y celebran el sacrificio: siguen contando la intimidad de Dios a todos y siguen extendiendo la entrega de la vida del Amigo. La amistad cristiana no es posesiva, sino misionera.
Porque la elección es suya, porque él va por delante, la Iglesia puede también atreverse a amar a quienes no la aman, a servir a quienes no quieren o merecen ese servicio.
La amistad cristiana es misionera y creativa: no depende del éxito, sino de su fuente, esa amistad del Amigo que ha sido sellada para siempre.
Manuel Pérez Tendero