Acaban los días de Navidad. Muchos, en toda la superficie de la tierra, hemos celebrado esta fiesta. Pero, ¿a quiénes les pertenece por derecho propio? ¿Dónde eligió nacer el Hijo de Dios? ¿Por qué?
El ángel que nos presenta san Lucas, hablando a los pastores, les dice que su alegría, la de los sencillos, será “para todo el pueblo”. ¿Quién es ese pueblo sino Israel, los descendientes de Abraham, representados ahora en su estamento más marginal y sencillo?
La primera Navidad, el origen, por tanto, no es algo nuestro, sino de un pueblo al que no pertenecemos. Los europeos, los africanos, los asiáticos, los americanos, todos somos descendientes de otras tradiciones culturales y religiosas. Belén y Judea no son territorio de nuestra memoria ni fueron terrenos regados por el sudor de nuestros antepasados. Jesús de Nazaret no pertenece a nuestra raza, tampoco María.
La Navidad celebra un acontecimiento muy concreto y puntual en la historia de la humanidad, que se puede situar y datar; se pueden estudiar, también, las características culturales, sociales y religiosas de aquel acontecimiento.
¿Por qué, entonces, ha llegado a ser la Navidad algo universal? Habría que preguntarle a Pablo de Tarso, a Benito de Nursia, a Francisco de Asís. Aquel judío que nacía en la gruta de Belén tuvo que pasar por la gruta del sepulcro para convertirse en luz para todas las gentes.
En los orígenes, en Judea, unos magos se convierten en profecía de futuro, nos representan a todos, arrodillados, en presencia de un misterio tan sencillo. La presencia de los magos de Oriente anuncia que llegarán muchos, de todos los rincones, para reconocer a Dios en el Niño. Aquel acontecimiento tan concreto tiene pretensiones de universalidad.
La actitud más importante al acabar la Navidad es, por tanto, el agradecimiento: nos ha sido regalado un acontecimiento lejano que nos ha cambiado la vida. La presencia en el portal no es algo que se debe suponer: es un milagro que nos ha sido concedido, hemos recibido la fe.
Los profetas de Israel ya lo intuyeron y anunciaron: todos vendrían, al final de los tiempos, para reconocer al Dios de Israel, la sabiduría de Jerusalén, la palabra y la alianza de Moisés. El pan que se ha amasado en la Tierra Prometida durante tantos siglos era pan para toda la humanidad.
¿Se está cumpliendo la profecía de los profetas? ¿Se vuelve a realizar el misterio de los magos? Creo que sí. No solamente porque la Navidad es patrimonio de todos los rincones de la tierra, porque hay creyentes en el hijo de María en todas las culturas; creo que hay algo más. Pienso que la Navidad es también patrimonio de los no creyentes, como profecía de un futuro luminoso.
Quizá habría que interpretar del revés la celebración navideña de muchos que dicen ya no creer. ¿Es solo por consumismo, por tradición vacía y rutina superficial? ¿Es solo un resquicio de una cultura de la que solo quedan brasas a punto de apagarse? ¿O se trata, más bien, de un pequeño fuego que está prendiendo con visos de futuro? ¿No están representados en los magos todos estos alejados, incrédulos y agnósticos? ¿No están representados en ellos, también, los creyentes de otras religiones y los hijos de otras culturas, como nosotros antaño?
Estoy convencido de que existen muchos magos que han visto algún tipo de estrella, y que saben que Belén es su hogar. Pero, tal vez, no se han puesto aún en camino: siguen en Oriente, buscando, o quizá cansados de buscar.
Los que hemos recibido el regalo de habitar en Jerusalén tendremos que hojear las Escrituras, como antaño; escrutar la Palabra, para ayudar a todos estos magos a que encuentren el camino del misterio.
Manuel Pérez Tendero