¿Debemos ser más exigentes con los demás que con nosotros mismos? ¿A quién debemos exigir más, a los amigos o a los desconocidos?
Ya sabemos aquello de “a quien buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”; o, también, “quien tiene padrino se bautiza”. “Tener recomendación” es una de las claves para abrirse paso en muchos sitios y conseguir nuestros objetivos. La amistad, en principio, abre puertas.
El afecto suele ir unido a la justificación de los defectos del otro; en cambio, el desafecto mancha la interpretación de todo lo que hace aquel a quien no amamos.
Entonces, ¿debemos exigir menos a los que amamos?
No parece ser este el criterio de Jesús de Nazaret. De hecho, si reflexionamos bien en la dinámica del amor, no es este el criterio que se da entre los que se aprecian de forma verdadera.
Cuando alguien no es “de los nuestros” tenemos tendencia a impedirle que utilice nuestras claves, nuestros derechos, nuestros métodos, nuestro nombre. Jesús, en el evangelio, les dice a sus discípulos que pueden permitir a otros usar el nombre de Jesús para expulsar demonios: “Quien no está contra mí está a favor mío”.
Unos versículos más tarde, en cambio, les pide a los mismos discípulos que tienen que estar dispuestos a perder cosas –pone el ejemplo del ojo, la mano y el pie– para poder entrar en el Reino.
En otras ocasiones, el Maestro repite a los suyos que deben aprender a servir, que no pueden seguir los criterios de la política del momento o los juegos de poder.
La exigencia es un signo de amor. Educa quien ayuda a los demás a distinguir entre lo esencial y lo secundario. No es suficiente con distinguir lo bueno de lo malo: entre lo bueno, no todo tiene el mismo valor. Perder la jerarquía de los valores puede suponer un camino de vida frustrada e infelicidad.
Recuerdo una película en la que un excursionista queda atrapado por el brazo en un lugar solitario del desierto. Grita y nadie le oye. Cuando pasan los días y el agua se agota, tiene que tomar una decisión drástica: morir atrapado o cortarse el brazo para quedar libre de aquella piedra y ponerse a caminar. Con valentía, con decisión, el protagonista decide no dejarse morir: corta su brazo y se pone en camino para buscar auxilio. De esta manera, salvó su vida… y quedó manco para siempre.
Esta película dramatiza de una forma elocuente el evangelio que leeremos este domingo en nuestras parroquias: es preferible quedar ciego y entrar en el Reino que seguir con vista y quedarse fuera.
¿A qué está dispuesto a renunciar el discípulo para llegar a la meta? ¿A qué está dispuesto a renunciar el hombre para poder vivir? ¿Qué es lo esencial?
La autoexigencia y el esfuerzo sostenido son la clave de una persona con voluntad y futuro. Jerarquía en las prioridades, orden en las metas y los medios.
Quizá, también hoy, los discípulos vivimos muy preocupados por los de fuera, si hacen bien o no las cosas, si son o no de los nuestros. El Maestro, como ayer, vuelve a centrar nuestra atención en nuestro propio camino, en la exigencia como puerta para acceder al Reino. Preocupados por cómo han de ser las puertas para los de fuera, puede sucedernos que no entremos por nuestra propia puerta.
Ocupados en poner reglas a los de fuera, ¿sabremos escuchar las reglas y exigencias que el Maestro nos pide a nosotros? Es más fácil hablar de los demás y sus problemas que afrontar mis propias dificultades. Es más fácil poner normas que distingan, que esforzarse por recorrer nuestro propio camino.
Sería muy sanador hablar menos de los demás, y mal, para dedicarnos a hablar más de lo nuestro, y bien. El paso de la crítica al compartir es un gran paso en el proceso de madurez humana y cristiana de una persona.
El Maestro sigue empeñado en educar a sus discípulos.
Manuel Pérez Tendero