“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Esta frase de Jesús, interpretando el relato de la creación y aplicándolo al matrimonio, se ha convertido casi en un refrán entre nosotros.
En el diálogo con los discípulos, parece claro que la postura de Jesús no es exactamente la misma que la de Moisés, o mejor, Jesús interpreta la postura de Moisés como una concesión. Tampoco parece tener la misma postura Jesús que los fariseos. Y, si leemos la versión de san Mateo, a los mismos discípulos les cuesta aceptar la exigencia de Jesús.
Podríamos decir que la visión de Jesús está en discontinuidad con el judaísmo de su época y, por supuesto, con la sociedad no judía. Este suele ser uno de los criterios de historicidad que los estudiosos aplican a los evangelios: es más verosímil históricamente un dicho o una actitud de Jesús que lo sitúe en discontinuidad con la Iglesia primitiva y con el judaísmo del siglo I.
Parece, por tanto, una novedad de Jesús su concepción del matrimonio y su postura ante el divorcio. Jesús, como buen maestro, se remite a la creación, al origen, a la voluntad de Dios. Podríamos decir que Jesús viene a restaurar la verdad del ser humano desde su creación, la verdad del matrimonio, de la sexualidad, de las relaciones humanas.
La postura de Jesús, es evidente, también está en discontinuidad con los principios de nuestra sociedad. ¿Es posible aceptar y vivir los principios de Jesús?
En la versión de san Mateo, los mismos discípulos se asustan y responden que, si esta es la condición del hombre, no trae cuenta casarse. Ellos mismos veían, en su época, la dificultad de vivir la verdad que Jesús propone. El Maestro les responde: “No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido”.
¿Se puede comprender la doctrina de Jesús, se puede vivir, en la ausencia de la gracia?
La frase con la que comenzábamos tiene dos partes y, tal vez, nos hemos quedado solo con la segunda: “… que no lo separe el hombre”. Pero, ¿qué sucede con la primera parte? “Lo que Dios ha unido…”.
¿No será que, al haber expulsado a Dios de nuestra sociedad, nuestra vida y nuestras relaciones, toda unidad se fundamenta solo en nosotros mismos? ¿Cómo no se va a poder separar lo que nosotros hemos unido? El que une, tiene potestad de desunir.
¿Está Dios debajo de nuestras uniones?
La misma lógica podríamos aplicar a la perdurabilidad de la misma vida y a todos nuestros proyectos. Lo que yo pueda construir está llamado a perecer; solo la semilla que Dios ha sembrado puede crecer hasta la eternidad.
¿No será todo cada vez más efímero porque ha perdido la huella de Dios? Si Dios no trabaja con el hombre, ¿qué futuro tienen las realizaciones de la criatura? Solo Dios puede dar vida, solo Dios puede resucitar, solo él puede regalar la eternidad.
Si queremos construir un matrimonio duradero, una vida con futuro, una sociedad con esperanza, creo que no podemos fijarnos solo en la segunda parte, en la prohibición de romper cosas. No se pueden construir la humanidad ni el Reino a base de decretos y con solo prohibiciones: necesitamos volver a dejar a Dios que construya con nosotros nuestra vida, nuestra sociedad, nuestro matrimonio, nuestras familias, nuestros proyectos, nuestro amor.
Ayer por la mañana, en nuestra catedral, eran ordenados presbíteros tres jóvenes de nuestra diócesis: Pablo, Fran y Abel. Su sacerdocio tendrá futuro y será fecundo si es Dios quien lo está construyendo, si es Dios el que acompañará, día tras días, sus ilusiones y sufrimientos.
“Si Dios no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Si Dios no une y cimienta nuestros proyectos, el hombre o la rutina podrán separar y destruir todo lo que construimos.
Manuel Pérez Tendero