Acabo de visitar el Belén monumental que realiza la Asociación de Belenistas de Ciudad Real: he salido gratamente sorprendido, muy contento.
Todos los años realizan un Belén precioso para todos nosotros, pero creo que este año se han superado a sí mismos. Quieren celebrar, con ello, su décimo aniversario. Por otro lado, Ciudad Real está celebrando el VI Centenario de su proclamación como ciudad, por parte de Juan II, el padre de Isabel la Católica.
No sé si me admira más la calidad y la belleza del conjunto, la hondura de su mensaje o el atrevimiento de decir la verdad de la Navidad cuando la mayoría se avergüenzan de hacerlo.
El mensaje es precioso: representar las escenas de la Natividad en una reconstrucción de Ciudad Real y sus alrededores. Esto es, en el fondo, el misterio de la encarnación: el Dios eterno se introdujo en la historia para salvarla desde dentro; Belén tiene que ver con cada ciudad de los hombres, con cada rincón de la historia, con cada recodo lejano donde muchos hombres y mujeres olvidados siguen luchando por la vida.
El pasado y el presente se abrazan, Judá y La Mancha se hermanan, lo divino y lo humano caminan juntos: Dios no se avergüenza de vivir entre nosotros, tan pequeños; nosotros no nos avergonzamos de ser sus compañeros, a pesar de Herodes.
Ciudad Real revestida de Navidad: ¡qué alegría da poder contemplarlo, con belleza, en el antiguo casino!
Nuestras calles, como cada año, se revestirán de luces, anuncios, fiesta, licor… Pero nuestro Belén monumental, por obra y gracia de personas profundas y atrevidas, se reviste de historia, de verdad navideña, de presencia explícita de aquello que celebramos.
La encarnación es también toque de Dios y su belleza a nuestro propio corazón; por ello, si se me permite, quisiera subrayar dos lugares que me han emocionado especialmente; un toque personal en medio de la Navidad.
Por un lado, la escena de la Anunciación se ha situado «frente al postigo de Santa María, en un antiguo lugar llamado Santa María del Guadiana». Hoy, en ese lugar, frente a la puerta de Santa María, se sitúa uno de los edificios más emblemáticos de nuestra ciudad, el Seminario Diocesano. ¡Bella casualidad que ahí se sitúe el misterio de la Anunciación! Esto es la vocación, esta es la tarea de los adolescentes y jóvenes que viven en nuestro Seminario: escuchar, como María, la voz de Dios que compromete sus vidas para hacer posible que Jesús habite nuestra tierra.
Por medio de muchos ángeles mediadores, nuestros jóvenes han creído escuchar la voz misma de Dios que toca sus vidas y cambia sus sueños. Como María, ellos luchan la batalla de la propia libertad: frente a un mundo rendido al rey Herodes, en el hogar de Nazaret se cumple la voluntad de Dios.
En el otro extremo del Belén una escena me ha llegado al corazón. Se trata de un pastor, con un pequeño grupo de ovejas, que sale de la ciudad para dirigirse al Portal. Su mano izquierda se apoya en sus riñones: el dolor de espalda aprieta, pero no le impide caminar.
En ese pastor he querido ver el signo de muchas personas a quienes les duelen los riñones y han experimentado el cansancio; pero siguen firmes, encaminando a sus ovejas hacia Jesucristo, a las afueras de la ciudad, envuelto entre pañales en los brazos de María.
La Navidad no es solo belleza primera, sino entrega perdurable, fidelidad probada. La encarnación del Hijo de Dios no es solo Belén: ahí comenzó todo, pero Jesús sigue siendo hombre en Nazaret, en su adolescencia, en los caminos de Galilea, en el monte Calvario, en el sepulcro. Sigue siendo hombre más allá de la muerte: en la resurrección queda sellada la fidelidad del amor de Dios que se desposa con nosotros para siempre.
La Navidad resplandece en tantas personas con las manos en sus espaldas que siguen amando, en camino, ayudando a las ovejas a caminar firmes hacia su Pastor.
¡Gracias por el regalo de este Belén a la ciudad!
Manuel Pérez Tendero