En su lecho de muerte, muchas personas tienen un último mensaje para sus familiares: «Vivid unidos». Lo que más desea alguien que ha acabado sus días, su legado más solemne y personal, suele ser que se quieran aquellos a quienes él ama.
Cuando uno está a punto de morir recibe una valentía que, probablemente, no había tenido en su vida. Cuando ya no hay futuro, cuando el tiempo se agota, somos más valientes para hablar de lo esencial, de aquello que nos importa y que tantas veces callamos por vergüenza o por miedo, pensando que el futuro nos depararía nuevas oportunidades. Cuando ya no existe un futuro, no podemos dejar lo esencial para mañana.
El deseo de que todos se amen brota, muy posiblemente, de una vida en la que se ha experimentado lo contrario: la división. Uno de los dolores más grandes de una persona es ver cómo no se aman aquellos a quienes ella sí ama. ¡Ay, si pudiera unirlos con su propio amor!
El desamor ha sido siempre un signo en el corazón de las familias y los grupos humanos. Pero es posible que, en la actualidad, se hayan multiplicado el individualismo y la búsqueda del propio placer: por eso, el desamor y la soledad han crecido como nunca. La era de la globalización es, sin duda, la era de la soledad, la era de la división.
Cuando uno está a punto de liberarse de las presiones de la sociedad y de los miedos internos, cuando la muerte nos sube a un atril magisterial, nos atrevemos a enseñar y pedir lo más sagrado: la unidad de los que amamos.
También Jesús de Nazaret, en su última cena, pronunció un gran discurso en presencia de los suyos. Él sí había sido valiente durante toda su vida, pero quería repetir, al final, lo más sagrado e importante de su mensaje. Una de las ideas que más se repiten en el discurso de despedida es el mandamiento nuevo del amor: «Amaos unos a otros como yo os he amado; en esto reconocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros».
Jesús nos ama a todos, da su vida por todos; Jesús ama a aquellos a quienes a mí me cuesta amar. Por eso, cuando está a punto de morir, nos deja como testamento su amor que hace posible nuestro amor a todos.
En otras ocasiones había hablado de «amor al prójimo», es decir a aquel que la vida nos ponía en el camino, como el buen samaritano. Otras, habló también de «amor a los enemigos», el amor más grande y difícil. En la última cena habla del amor con un matiz distinto: el amor entre los discípulos, el amor dentro de la Iglesia.
Es un tema común en el cristianismo primitivo: también las cartas de san Pablo y de san Pedro hablan de este amor. En griego, se denomina «Filadelfía», amor fraterno. Era una de las consignas más importantes de la catequesis primitiva. ¿El motivo? La obediencia al Maestro. No se trata solo de una cuestión moral: ser buenos, amar a todos; se trata de una cuestión eclesial, de fe, del ser mismo de la Iglesia y su misión: es el signo por el que se reconoce a los discípulos.
La misión consiste en compartir el amor que hemos recibido de Dios con los demás. La comunidad cristiana debe ser una familia que comparte el amor de Dios y abre ese amor a otros: el amor es la vida interna de la Iglesia y la clave de su misión.
Puede sucedernos que cuidemos mucho las actividades de la Iglesia –sean litúrgicas, catequéticas o pastorales–, pero no cuidemos el amor mutuo: la fe se resiente y la misión se hará infecunda.
El mandamiento del amor es siempre nuevo en una doble dirección: porque nunca acabamos de vivirlo y porque nos hace nuevos cuando lo vivimos.
Por eso, en el corazón dominical de la Iglesia, seguimos leyendo el mandato de Jesús y seguimos alimentando nuestras vidas con el pan de su propia amor: para aprender a amar más cada día, para que, a aquellos a los que nos une un mismo pan y una misma fe, vivamos también la unidad cotidiana del aprecio mutuo y el amor.
Manuel Pérez Tendero