Dicen que las comparaciones son odiosas; pero os invito a jugar a una comparación entre dos historias milenarias, de dos pueblos que han dejado mucha huella en la humanidad.
Hace algo más de tres mil años, en Siquem, en el corazón de lo que hoy llamamos Cisjordania, el sucesor de Moisés, Josué, después de haber sometido a los habitantes de Canaán, después de haber finalizado la gesta más importante de la historia de su pueblo, el éxodo, convoca a todas las tribus a una reunión.
En la asamblea de Siquem se recuerda la historia del pueblo: tiempo atrás, sirvieron a dioses mesopotámicos y, ahora, encuentran también dioses de los pueblos cananeos en las nuevas tierras que habitan. Pero Josué propone una alianza entre todas las tribus para tener en común al Dios del éxodo, Yahvé, el Dios de Moisés que ya se había revelado a los patriarcas.
El pueblo de Israel se está fundando como pueblo en torno a un Dios y a un acontecimiento histórico en el que ese Dios se ha dado a conocer. Dios ha salvado, pero no se impone al pueblo: después de liberarlos de Egipto y darles una tierra, los invita a ser su pueblo. Cada tribu debe responder con libertad; Josué lo tiene muy claro: “Yo y mi casa –la casa de José– serviremos a Yahvé”. Después, cada tribu, cada familia, responde de forma pública con absoluta libertad: “También nosotros serviremos a Yahvé, él será nuestro Dios por siempre”.
Es verdad que, más tarde, el pueblo será a menudo infiel a esta alianza, incumplirá su promesa e intentará jugar con cultos extranjeros y potencias extrañas. Pero la raíz está sembrada y siempre será posible la recuperación del origen, la renovación de la alianza.
De forma muy análoga, podemos comparar la historia antigua del pueblo de Israel con la historia de España desde la época de los romanos. También aquí había cultos ancestrales a otros dioses, también los romanos nos trajeron su cultura y su religión. Pero nuestros antepasados quisieron fundar un país unido por los vínculos del catolicismo. Con muchos límites, pero con un proyecto esperanzador y unificador. Más tarde, también llegaron de fuera otros cultos y culturas. Pero el primitivo proyecto se volvió a poner en pie y se logró, después de muchos siglos, volver a levantar un pueblo con unos ideales claros de unidad, respeto y misión. Con muchos defectos, intereses cruzados, diferencias, el proyecto fue saliendo adelante. Esto provocó siglos de oro, pero también fuertes envidias del exterior y no pocas divisiones en el interior.
No sé si podríamos buscar algo parecido a una “Asamblea de Siquem” en la historia de España. No sé si le preguntó al pueblo, tribu por tribu, para que formara parte libre e implicada de este proyecto. Creo que, indirectamente, sí se hizo; nuestra historia no se construyó solo desde arriba, sino desde abajo, desde las creencias del pueblo, desde las aldeas y los monasterios, desde las ciudades y desde el ámbito rural.
No sé si hubo una Asamblea de Siquem, pero sí parece que, a día de hoy, el proyecto original y sus valores han quedado olvidados y, a veces, despreciados. Parece que nos interesan más los dioses de antaño, tal vez porque podemos jugar mejor con ellos; nos atraen más los valores de otros pueblos, o envidiamos en ellos valores que nosotros mismos habíamos vivido antes.
Creo que la gran diferencia entre Israel y nosotros está en la falta de una verdadera memoria histórica. Israel conoce los defectos de su pasado, pero sabe que no puede desgajarse de su fuente si quiere subsistir; porque, además, esa fuente está llena de un agua fresca que sigue manando valores ancestrales de humanismo y libertad.
Ahí están, también, nuestras iglesias románicas y nuestras catedrales góticas, el mestizaje de nuestras conquistas, nuestros avances en derecho y en espiritualidad, la oferta de un Camino que construyó Europa.
Un pueblo que no ama su pasado se queda sin futuro; un pueblo dividido en la raíz no puede subsistir. La verdad de nuestra historia, con sus luces y sus sombras, está llamada a iluminar nuestro presente; necesitamos ilusión para construir el futuro: ¿no estará la fuente de esta ilusión en nosotros mismos, en nuestros abuelos, en nuestros valores y sueños?
Josué nos pregunta también a nosotros: “¿A qué dioses queréis servir?”.
Manuel Pérez Tendero