En los comienzos del verano, en esta semana fresca que nos ha regalado el tiempo, he podido disfrutar de un paseo por el alma de diversos lugares de nuestro planeta: he podido escuchar cantos e historias de Kenia, rumores de Tanzania, voces de Angola; he podido ver sonrisas de la India, he conocido historias profundas de Colombia y he escuchado el sonido del quechua que aún hablan las gentes de Perú. También he podido conocer historias de Méjico y he escuchado rezar en polaco.
He podido palpar el espíritu de las grandes ciudades de América, la grandeza de las selvas de África, los horizontes inmensos de Polonia, los desiertos de Perú; he podido imaginar las iglesias llenas de jóvenes en Kenia, los seminarios repletos en Tanzania, el catolicismo fiel de los polacos.
He escuchado la bendición de la mesa en hindi y en polaco, me he emocionado con los cantos a dos voces en suahiri y he conocido rostros de tez morena con matices interminables.
Solo he tenido que acercarme a un grupo de monjas contemplativas que querían oír hablar de la Palabra de Dios. He compartido con ellas historias lejanas de Moisés –muy cercanas en su hondura a nuestras propias historias– y, a cambio, he recibido cantos y relatos de rincones que nunca conocí.
La presencia de estas hermanas ha llenado de color el final de curso y ha colmado de sonrisas mi futuro. Los cantos de su fe, su cercana sencillez, ha renovado la esperanza en mi camino de creyente.
¡Cuántas historias tocadas por Dios! ¡Cuántos hermanos nos regala la fe!
Culturas diferentes, lenguas extrañas, colores variados: a todos nos unía una historia común, la que relatan los textos bíblicos. Provenientes de tan diversos países, todos considerábamos hermano nuestro a Moisés y veíamos su historia como propia.
La Iglesia es católica y la fe está abierta a todos; cuanto más le abrimos horizontes, más nos enriquece.
He vuelto a renovar una certeza que he tenido desde siempre: Dios habita, ante todo, entre los sencillos. A ellos les pertenece el Reino y de ellos es el futuro. Los poderosos desean encaminar nuestros pasos por otros senderos, pero la vida tiene otra dirección, y la vida siempre se abre paso, la vida siempre prevalece.
La fe bíblica comenzó con el peregrinar de un emigrante, Abraham, y se hizo densa en el caminar de un pueblo desde África hasta Asia, desde la esclavitud de Egipto, a la tierra de la promesa, cerca del Jordán.
También Jesús, siglos más tarde, inauguró el Reino poniéndose en camino. Ya desde niño tuvo que huir y emigrar: pasó por Belén y Egipto para crecer en Nazaret. Al comenzar su misión, quiso pasar por el Jordán y se convirtió en profeta itinerante en Galilea. Visitó también los territorios paganos de Fenicia y la Decápolis. Cuando llegaba a término su misión, decidió ser peregrino a Jerusalén para que, expulsado fuera de sus murallas, nos abriera la meta a todos más allá de estos horizontes.
La fe nació en camino. El Reino se inauguró en movimiento. Cuando somos peregrinos, cuando la vida no deja de movernos, es más fácil que arraigue la fe. Somos descendientes de nómadas y peregrinos.
No tenemos aquí ciudad permanente, dice la Biblia; por eso, nuestros movimientos son signo de que buscamos una patria. Son signo, también, de que somos una sola familia: cuando nos movemos descubrimos rostros nuevos y se reviste de catolicidad nuestro camino.
Lo cerrado nos ahoga, lo abierto nos alegra. Estar parados nos aburre, ponernos en camino nos llena de alegría: así somos los seres humanos, así es la fe.
Agradezco tantos rostros tan diferentes y tan cercanos que, en estos días, han enriquecido mi alma y me han hecho sonreir.
Manuel Pérez Tendero