Los expertos saben reconocer muy bien los distintos tipos de plantas y árboles. También los menos expertos podemos distinguir los más significativos. Las hojas del roble, por ejemplo, son fáciles de reconocer; el tronco de un alcornoque delata el tipo de árbol que tenemos delante.
El elemento que mejor nos hace reconocer un árbol, sobre todo si es frutal, es el tipo de fruto que da. Esta observación de la naturaleza, como en tantas otras ocasiones, sirve a Jesús, maestro de sabiduría, para darnos una enseñanza profunda.
Este carácter rural del Maestro de Galilea no debe hacernos olvidar otra característica fundamental de su enseñanza: Jesús no se inspira solo en la vida cotidiana de las personas y en una observación contemplativa de la realidad, sino que bebe también de los ejemplos y tradiciones de las Escrituras judías.
El ejemplo del árbol que se conoce por sus frutos está tomado del libro del Eclesiástico: Jesús no es solo un experto en la vida cotidiana, sino un conocedor profundo de las Escrituras de su pueblo. Él ha venido a «cumplir las Escrituras», no solo por su contenido, sino también en el aspecto más sencillo de su lenguaje y sus formas de expresarse.
En ambos casos, en el libro del Eclesiástico y en la enseñanza de Jesús, el símbolo del fruto se aplica a un ámbito muy concreto de la realidad humana: la boca.
Es cierto que se puede ampliar la perspectiva y podemos fijarnos en otro tipo de frutos para conocer a la persona, o para conocernos a nosotros mismos. Pero la forma de hablar, la conversación, la lengua, es la clave por la que se conoce a una persona. El ejemplo del fruto lo concluye Jesús con otra frase lapidaria: «De la abundancia del corazón habla la boca». Lo que decimos es expresión de lo que pensamos y sentimos.
La vista nos ofrece un acercamiento superficial al ser humano: «Las apariencias engañan». Es verdad que «la cara es el espejo del alma», pero la verdadera comunicación de nuestro interior se realiza a través de la palabra. Si el ojo es el órgano del primer contacto, del conocimiento de la exterioridad, el oído es el órgano de la relación personal, del conocimiento del alma. Hasta que no oímos hablar a una persona no podemos decir que la conocemos.
Es importante, en primer lugar, el contenido de lo que habla, los temas más recurrentes de su conversación. Porque «de la abundancia del corazón habla la boca», comunicamos aquello que nos apasiona, que nos interesa. En los temas que hablamos con los demás se manifiesta el tipo de relación que tenemos con ellos: profesional, superficial, social, amistosa…
Pero el contenido no es lo único significativo a la hora de hablar: también importan las formas, el estilo, el tono. En la forma de hablar se distingue muy claramente a una persona paciente de otra que es más bien colérica; se manifiesta, también, el aprecio mayor o menor que tenemos hacia la persona a quien nos dirigimos y el respeto que nos merece. En la forma de hablar se deja ver, en el fondo, nuestra historia, cómo hemos sido educados y el nivel de madurez que hemos adquirido.
Todo esto se puede aplicar a nuestras relaciones sociales y a nuestras relaciones más personales. En el ámbito familiar, donde reina la confianza, se nos conoce muy bien en la forma de hablar y en los temas habituales que tratamos. ¡Hasta el volumen es importante para conocer el corazón de una persona!
También se puede aplicar la enseñanza de Jesús sobre los frutos y el árbol al ámbito de nuestras relaciones dentro de la Iglesia: los temas y el tono de las conversaciones entre los creyentes, el contenido y el estilo de hablar de nuestros catequistas y sacerdotes…
Se puede aplicar, incluso, a nuestra relación con Dios, a la oración. Los temas y los tonos a la hora de rezar también son expresión de nuestra hondura humana y nuestro recorrido en la fe.
Tenemos un termómetro para poder conocernos mejor y, desde ahí, poder seguir creciendo. Jesús nos invita a ser «contemplativos de la palabra» para ir cambiando el corazón.
Manuel Pérez Tendero