Francisco Cástor se llamaba. Nació en la provincia de Cáceres, en Madrigalejo. Murió en Ciudad Real, con cincuenta y cinco años. Viajó por España y Portugal, no como un gran turista, sino por obediencia en su misión: Lisboa, Plasencia, Toledo, Badajoz, Segovia, Astorga… Ciudad Real.
También viajó por razones musicales: perfeccionó su canto y su formación en el monasterio de Montserrat.
Su último viaje lo hizo desde Ciudad Real, cerca de Alarcos: lo mataron allí por ser sacerdote.
Ayer por la mañana, en la catedral de Tortosa, junto a las aguas del Ebro que van a descansar en el mar, Francisco Cástor fue beatificado, junto a otros tres compañeros. “Beatificados”, proclamados dichosos. En nada les ayuda nuestro reconocimiento: lo reciben todo de Dios. Esta Beatificación es provechosa, ante todo, para nosotros, que renovamos nuestra fe en la verdadera dicha y nos acercamos a la sabiduría de personas que han sabido dar con la clave de la vida.
Francisco murió en Ciudad Real porque había sido enviado a trabajar en nuestro Seminario, para ayudar a formarse a los jóvenes y niños de nuestra tierra en su camino hacia el sacerdocio.
Se educó a los pies de la Virgen de Guadalupe, en su tierra natal, y soñó siempre con ser sacerdote. Sin haberlo decidido, su vida fue un camino desde la Virgen de Guadalupe hasta la Virgen de Alarcos. Como la Madre, Francisco acompañó al Hijo hasta el final, con todo, sin dejarse nada aquí, solo su cuerpo herido, como signo de su entrega y siembra de futuro.
Sin haberlo decidido tampoco nosotros, nuestro Seminario y nuestra tierra manchega fueron bendecidos por la entrega de alguien de fuera que vino a servir y a morir aquí. Sirvió y murió por amor a Jesús de Nazaret; lo hizo aquí, por obediencia.
Con su beatificación tenemos, ante todo, una ayuda y un ejemplo. Ayuda, porque los mártires comparten victoria con el Hijo de Dios y no dejan de servir a aquellos a quienes amaron en la tierra. Desde su perspectiva limpia y luminosa, Francisco seguirá siendo administrador nuestro, ayudándonos a gestionar todos los medios para formar sacerdotes que aprendan a entregarse. Ejemplo, porque ha vivido plenamente las enseñanzas del que es nuestro Maestro.
“Testigos de su sacerdocio” ha sido el lema de la Beatificación. De forma muy parecida finaliza el evangelio según san Lucas: Jesús Resucitado es la clave de la misericordia de Dios y, a partir de su victoria, se extiende la salvación por todos los rincones; los apóstoles son testigos de esta misericordia imparable. También Francisco y sus compañeros son, ante todo, testigos: el sacerdote es Jesús, él es el Salvador, solo en él resplandece la misericordia. Los demás, estamos llamados a ser testigos de su protagonismo, de su victoria, de su misericordia.
Él es el sacerdote, el mediador, el que perdona, el que puede sanar a nuestro mundo, el que le da una esperanza. Nosotros, como Francisco, estamos llamados a ser testigos de ese Salvador, presencia sencilla de su misión.
La Beatificación de ayer, por ello, fue un acto de fe en la resurrección de Jesús de Nazaret, un hombre que vivió en Galilea a comienzos de nuestra era. No fue, sobre todo, un acto piadoso o ritual, ni un acto de memoria, ni un panegírico de los que se marcharon: reconocimos, con ellos, que la victoria está para siempre del lado del Cordero. Es posible dedicar la vida a servir en su nombre, es posible perderla con total esperanza en el futuro. En sus manos, todo lo que se pierde se recupera, multiplicado, en la alegría de los que son amados para siempre.
Manuel Pérez Tendero