«Todos verán la salvación de Dios». Así termina la presentación que el evangelista san Lucas hace de Juan, el Bautista. Esta frase forma parte de una profecía, pronunciada por un profeta anónimo del siglo VI a.C.
El profeta se refería al regreso de los judíos exiliados en Babilonia: con la llegada de Ciro, rey de Persia, los desterrados pueden regresar a Jerusalén para restaurar el templo y el país. La ruina y la decadencia de la ciudad elegida han finalizado: comienza una etapa de reconstrucción y esperanza.
Este regreso de los exiliados se describe como una actuación del Dios de Israel que hace colaborar a todas las criaturas en esta gran procesión triunfal: los valles se elevan, los montes se abajan, lo escabroso se vuelve llano, en el desierto se abre un camino fácil. La actuación de Dios favoreciendo a su pueblo será visto por todos, es un acontecimiento público y, por ello, misionero: todos habrán de reconocer que el Dios de Israel es el Dios universal.
Todo el mundo verá la salvación que Dios realiza en su pueblo: este es el sentido de la frase en Isaías.
Con Juan Bautista se prepara una nueva actuación de Dios, más esplendorosa que en los tiempos del exilio. Juan es el profeta que grita y el cortejo se acerca ya, presidido por un hombre de Nazaret que también subirá a Jerusalén.
¿Qué significa, ahora, «la salvación de Dios»? ¿A quién se salva, a Israel, a la Iglesia, a toda la humanidad? ¿Cuál es esa salvación que todos están llamados a contemplar?
Unos años antes, un anciano, en el templo, vio a un niño y, al verlo, agradeció poder tener entre sus manos y poder contemplar «la salvación de Dios». Simeón comprendió que la salvación no es tanto una situación positiva o un acontecimiento grandilocuente: la salvación es una persona, un niño, Jesús de Nazaret.
Es el misterio personal del cristianismo. Existen actuaciones de Dios, milagros, ayudas; pero la salvación no es un acontecimiento glorioso, sino una presencia. No comprender esto nos ha llevado, más de una vez, a la frustración: no hemos comprendido el aparente silencio de Dios o su dolorosa impotencia.
La salvación que llega no es tanto una victoria o la reivindicación de nuestras causas, sino una presencia amiga que lo cambia todo.
Por eso, hay mucha gente que no ve: ven a Jesús, pero no han sabido contemplar en él la fuerza de Dios, su justicia, su Reino, el futuro del hombre, la salvación.
Podríamos preguntarnos, por tanto, cuándo llegará ese día en que «todos verán». Porque parece, más bien, que cada día son menos los que ven. Jesús, de hecho, se marchó de nuestro lado y, a menudo, no parece que tenga ganas de volver.
¿Hemos de esperar visiones y revelaciones para soportar su tardanza? ¿No puede provocar alucinaciones el deseo de ver la salvación? O, por el contrario, ¿no provoca en otros frustración y abandono de la fe?
Parece que los valles son cada vez más profundos y las montañas más inalcanzables; parece que lo tortuoso es cada día más complicado y no abundan las sendas por el desierto. Se multiplican las piedras de tropiezo en nuestros caminos y el horizonte se presenta cada días más lejano.
¿Cuándo podremos ver, querido Juan, la salvación de Dios? ¿Nos enseñarás tú las claves para saber ver donde otros solo miran?
¿Estará la clave, tal vez, en desear su llegada, en saber esperarle? ¿Es necesario prepararse para que, cuando llegue, sepamos reconocerlo?
Este es el sentido del Adviento y tú, Juan, eres maestro de nuestra espera.
Manuel Pérez Tendero