Después de muchas horas hablando desde la barca de Simón, el Maestro de las parábolas se quedó a solas con los pescadores. Pasó de la masa al ámbito de la barca, cambió la orilla por las aguas profundas del mar de Galilea.
Después de trabajar en lo suyo, predicar, el Maestro le pidió a Simón que trabajara también en lo suyo: pescar. ¿No son lo mismo ambas actividades? Lanzar el anzuelo, atraer peces o personas a la red. Existe una diferencia radical: pescando, Simón saca a los peces de su hábitat para darles la muerte; el Maestro, sacando a la masa de su rutina, les abre a nuevos horizontes de vida.
Pero Simón está cansado en aquella mañana: ha estado toda la noche bregando y no ha pescado nada. ¿Cómo volver a echar las redes a una hora poco adecuada y cargados de tanto cansancio? ¿Entenderá de pesca el Maestro de las parábolas? ¿Conoce él el lugar y el momento adecuados para que los peces piquen el anzuelo?
Juegan aquí los dos ámbitos del relato: el simbólico y el real, el de la pesca y el de la misión. En tiempos de Simón, el milagro de la pesca despierta al pescador para seguir al nuevo Maestro; en tiempos del evangelista, en nuestros tiempos, el milagro de la pesca se convierte en una parábola de la misión de los discípulos, de los continuadores de Simón.
Predicar es pescar. Todos tenemos la experiencia de Simón: largas noches sin frutos, dedicación prolongada en los mares de la pastoral con muy pocos resultados. ¿Habrá que buscar en Jesús los métodos adecuados para pescar? ¿Deberemos aprender de él el lugar del mar y el momento del día adecuados para que los peces vengan a la red? Creo que no.
Lo que importa no es que el Maestro conozca los métodos o sepa dónde habitan los mejores bancos de peces: la clave está en echar las redes «en su palabra», cuando él lo pide, por pura obediencia. El Maestro ha tomado posesión de la barca de Simón, se ha convertido en patrón de la embarcación y jefe de las labores de los pescadores: ¡entonces hay fruto!
Sin su presencia explícita, la noche se hace larga y las redes vuelven vacías. No cuenta la pericia del pescador ni la calidad de las redes: un nuevo Maestro ha entrado en la barca y lo ha cambiado todo.
También ha cambiado el orden de las cosas. Después de la pesca, Simón reconoce su pequeñez, su pecado, y el Maestro le llama a ser pescador de hombres. Si la pesca es signo de la misión, ¿por qué viene después la llamada?
Normalmente, el orden está claro: llamada y envío; primero, la vocación, después, la misión. Aquí, Jesús realiza su misión y hace partícipe de ella a Simón, con su barca; después, el milagro simbólico de la pesca; por fin, el diálogo personal y la llamada.
A menudo, en el mundo de lo real, este es también el orden. Son muchos los que, como Simón, forman parte de la tarea del Maestro, Jesús predica desde sus barcas y ellos no dejan de echar las redes por doquier para pescar discípulos. Es posible que, en la Iglesia, abunden más los atareados que los vocacionados. Existen muchos colaboradores en las tareas eclesiales, pero no sé si todos han remado mar adentro y han tenido una conversación a solas con el Maestro.
En el relato de Simón, al final, lo que queda no son los peces, sino la transformación de un pescador. La pesca, el fruto, ha sido signo y ocasión de algo más profundo y más importante: la vinculación de Simón al Maestro, su conversión en discípulo.
La secuencia discípulo-misionero, a veces, se vive en un orden distinto: misionero-discípulo. En el corazón de la tarea, en medio de la misión –muchas veces infecunda–, el Maestro se hace presente, no solo para que podamos pescar más, sino para transformar nuestras vidas y colocarlas tras sus huellas.
Manuel Pérez Tendero