El mundo está lleno de profesores, pero no abundan los verdaderos maestros.
El maestro más famoso de la historia, el que más seguidores ha tenido a lo largo de los siglos, ha sido un carpintero de una aldea perdida en el imperio romano, Jesús de Nazaret. Tuvo cierto éxito en sus enseñanzas por Galilea, pero su vida se puede resumir, más bien, como un fracaso. Sus discípulos se han multiplicado tras la muerte del maestro.
Son muy importantes sus enseñanzas, que no han dejado de inspirar la vida y el pensamiento de toda la humanidad desde que él las pronunciara y fueran recogidas por sus discípulos en los evangelios.
Pero fue también importante, quizá más, su estilo de vida. De hecho, las enseñanzas de Jesús, sobre todo sus parábolas, intentaban explicar su forma de actuar. Jesús no vino, ante todo, a enseñar el Reino, o a dejarnos un conjunto de recetas para encontrar la felicidad: él vino a instaurar el Reino, a cambiar el mundo; eso sí, desde dentro, desde abajo y muy despacio: por eso, han sido muchos los que se han decepcionado con su proyecto.
Los milagros para aliviar a los enfermos, la liberación de los poseídos por el mal, la cercanía a los leprosos, la comida con los pecadores: todo en la vida de Jesús es enseñanza, semilla de un mundo nuevo que ya ha comenzado.
Junto a su mensaje y a su forma de vivir, el Maestro de Galilea también se caracterizó por formar un grupo de discípulos en torno a él para compartir su misión y ser enviados a ampliarla. El Reino tiene que ver con una nueva forma de comunión, con el establecimiento de relaciones humanas nuevas basadas en la misericordia, en la filiación, en la pequeñez.
También fue importante, crucial, la forma de morir de este Maestro único. Toda su vida fue una entrega, un paulatino vaciarse de sí mismo para que otros tuvieran vida: por eso, su muerte fue la gran enseñanza y la gran obra de transformación del mundo que este Maestro realizó.
Debajo de todo, su mensaje, su obra, sus compañías, su vida, su muerte, Jesús se supo enviado, realizador de un sueño que no era el suyo, obrador de un Reino en el que otro era el dueño. Más que Maestro, Jesús de Nazaret fue Hijo. Por eso, fue Señor, pero nunca dueño; fue maestro, pero siempre amigo.
Una de las enseñanzas más interesantes de Jesús de Nazaret, en continuidad con lo que él mismo vivió, fue la de educar nuestra mirada.
Sus discípulos miraban siempre hacia arriba: quién es el mayor, cómo van las cosas entre los poderosos, qué nos depararán los gobernantes de turno. El mundo lo pueden cambiar los de arriba, de ellos depende nuestro futuro y el de la humanidad. Si Dios establece un Reino, habrá de ser también desde arriba, eligiendo personas buenas en cargos importantes…
No fue así el Reino que Jesús vino a establecer: él, el Rey de este Reino, puso su trono en la cruz y empezó su camino en un pesebre. Por eso, les ponía como ejemplo a las personas buenas la humildad de algunos pecadores. En el momento clave de su misión, cuando se acercaba la hora de su muerte, invitó a sus discípulos a mirar a una pobre viuda que echaba una miseria de limosna en el templo: ahí está la clave del nuevo mundo.
Hoy, como ayer, no dejamos de mirar hacia arriba. Los medios de comunicación nos muestran siempre lo mismo y bajo la misma perspectiva. Por desgracia, también muchos creyentes miran también en esa única dirección. ¿El resultado? La desesperanza. Cuanto más miramos hacia arriba menos creemos en un mundo mejor.
¿Y si miráramos hacia abajo? ¿Ha abandonado Dios nuestro mundo porque los dirigentes no lo hacen bien? ¿Y si Dios está cambiando el mundo desde personas a quienes nadie ve ni valora? ¿Y si el futuro de esta sociedad, su sostenibilidad ecológica y su salvación definitiva, no están en las reuniones de altos dirigentes sino en las viudas del presente?
¿Será capaz el Maestro de reconducir nuestra mirada para recuperar la esperanza?
Manuel Pérez Tendero