Todo comenzó con un fracaso.
Abundaban los filósofos ambulantes y los predicadores de nuevas divinidades. Muchos de ellos tenían éxito. Era una época convulsa, cargada de incertidumbre, con un Imperio todopoderoso que andaba en busca de su alma.
La gente vivía en el Imperio pero buscaba el sentido de sus vidas en otro sitio: el poder y la organización minuciosa no eran suficientes.
Saulo de Tarso también era ciudadano romano, pero vivía en Oriente, arraigado en la religión de sus padres. Él había recibido de su familia esa alma que le faltaba al Imperio. Era tal su celo, su pasión por Dios, que perseguía aquello que podía poner en duda la verdad de sus creencias. Pero, en plena juventud, descubrió nuevos caminos dentro de la religión de sus padres: conoció a los seguidores de Jesús y conoció, sobre todo, al mismo Jesús.
Ese encuentro le convirtió en mensajero: recorrió las calzadas y se dedicó a predicar por las sinagogas del Imperio romano. Quería transmitir a su pueblo su propia experiencia: la fe de los padres culminaba en la vida de Jesús, en una cruz y un sepulcro vacío. Pero fracasó.
Saulo, Pablo, ha pasado a la historia como el gran apóstol del cristianismo. Lo fue, pero no siempre había sido así; antes, fue perseguidor; después, se convirtió en apóstol fracasado entre los suyos. Pero este fracaso no amedrentó al fariseo convertido: se había convertido en apóstol para siempre, garantizado por un envío que brotaba de Jesús. El fracaso entre los suyos se convirtió en puerta abierta a los paganos. El primer fracaso en la misión no hizo sino ampliar el horizonte y abrir nuevos caminos.
¿Será así siempre la dinámica del Evangelio del Crucificado?
¿Podrían valernos las claves de la biografía de Saulo para comprender nuestra propia situación? ¿Existen apóstoles fracasados entre nosotros, que sienten cómo no es acogido el mensaje que ellos portan con pasión?
¿Cuál será el sentido de ese fracaso, del silencio de los oyentes? Pablo podría haber revisado sus métodos; tal vez lo hizo. También podría haber tenido la tentación de pensar que estaba equivocado: el éxito cimienta siempre nuestra propia seguridad. Si el pueblo no acoge un mensaje, si son minoría los que escuchan, ¿no será que estamos equivocados los que anunciamos ese mensaje con tan poco alcance? Pablo no cayó en esta tentación.
El fracaso entre los suyos no puso en duda la verdad sobre Jesús, tampoco puso en duda la veracidad de su envío: él sería apóstol del Resucitado por siempre. Cambiaron los destinatarios y cambió la geografía de su tarea, pero no cambiaron su pasión ni su fe.
¿Cómo viviría Saulo de Tarso el rechazo al Evangelio que también hoy estamos experimentando? ¿Cómo nos enseñaría a vivirlo a nosotros, apóstoles dos mil años después?
¿Fracaso, necesidad de cambio de estrategias, resistencia? ¡Ventana abierta a nuevos horizontes! Muchos gentiles son los que están esperando el testimonio y la palabra de los nuevos Saulos que, ahora, recorren las vías de los Imperios de siempre.
Desde los albores de su fundación, el cristianismo ha sido siempre grano de trigo que ha de morir para dar fruto; desde su mismo Fundador, el fracaso fecundo habita en el corazón de la religión cristiana. La gente no comprendió las parábolas de Jesús y sus mismos discípulos no comprendieron su camino y su final.
El Dios de san Pablo, apóstol, y de Jesús, Mesías, sigue habitando la historia y sigue abriendo caminos de futuro para la misión. ¿Habrá mensajeros que comprendan sus caminos y no caigan en la tentación del desánimo o la cerrazón? ¿Surgirán pastores que se atrevan a secundar, seducidos por el Buen Pastor, los caminos hacia las ovejas lejanas y las descarriadas?
¿Tendrá Pablo continuadores apasionados de su misión?
Manuel Pérez Tendero