El pasado viernes, día veintinueve, celebraba la Iglesia a dos de sus santos más queridos: san Pedro y san Pablo, verdaderos cimientos de la fe cristiana y mártires ambos de la ciudad de Roma, a la que le han regalado su carácter de corazón del cristianismo.
Con motivo de esta festividad, la liturgia recordaba uno de los momentos más importantes de la vida de Pedro en su seguimiento del Maestro: la confesión de fe en el norte de Israel, junto a la ciudad de Cesarea, construida por Filipo, hijo de Herodes, como capital de su territorio. Pedro confiesa a Jesús como “Mesías e Hijo del Dios vivo”.
Es muy interesante la respuesta de Jesús. El Maestro nombra a Simón como Cefas, palabra aramea que se corresponde con el griego Petrós y el latín Petrus, “piedra”. Junto a este símbolo también aparece el de las llaves del Reino, recordando una profecía de Isaías. El evangelista nos muestra un momento crucial en el que Jesús nombra a Simón como cimiento y mayordomo de la Iglesia, un gesto instituyente en toda su magnitud. Está naciendo el papado; pero querría fijarme ahora en un matiz importante de este momento fundamental.
Jesús nombró colaboradores, eligió compañeros, envió apóstoles en su nombre. Dio tarea, tanto en su vida pública como más allá de su muerte, para extender su victoria por todas las naciones. En el texto de las llaves de Pedro tenemos los criterios que Jesús utilizó para el nombramiento más importante: aquel que será cabeza de los apóstoles.
En más de una ocasión, los evangelios muestran la absoluta libertad de Jesús a la hora de elegir a sus amigos y colaboradores. En esto, Jesús se muestra como Dios en el Antiguo Testamento, que elige a un pueblo por pura gracia y elegirá a un rey –David– y su dinastía también con plena libertad.
Jesús elige gratuitamente, pero no arbitrariamente. ¿Qué cualidades ha visto en Simón para nombrarlo como mayordomo de su Reino? Simón acaba de confesar la verdad sobre Jesús: él conoce al Maestro; al final de su evangelio, san Juan nos dará una perspectiva parecida: Simón ama a Jesús y, por ello, es nombrado pastor.
Jesús no busca en Pedro unas cualidades de gestión de grupo, ni siquiera de una precedencia religiosa y cumplidora. Es posible que otros discípulos, como Juan, fueran más fervorosos que Simón; los habría también más inteligentes y más sensatos. Pedro conoce y ama al Maestro: ha puesto toda su vida a los pies de aquel que le llamó, lo ha dejado todo por él. Pedro es un hombre todo-de-Cristo: por eso es elegido como Piedra.
Este es el criterio fundamental que la Iglesia está llamada a seguir a la hora de seguir realizando los “nombramientos”. Es habitual que, en las relaciones del mundo, funcionen más bien “el dedo”, las simpatías personales, los favoritismos, la búsqueda de futuros favores; también, el deseo de que los colaboradores nos den siempre la razón y sean de nuestra propia forma de pensar, o que no sobresalgan sobre nosotros para que sea manifiesto quién tiene el mando,…
“No será así entre vosotros” les dice Jesús a sus discípulos. Él nos ha dejado la clave: la vinculación personal con el Maestro, el amor desprendido hacia su persona.
Es más, fijándonos más de cerca, el texto de las llaves nos ofrece un matiz más profundo: “Dichoso tú, Simón, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Pedro ha confesado a Jesús por revelación de Dios. Jesús sabe ver en Pedro la obra de Dios, su mano que conduce la historia. Este es el criterio radical: elegir a aquellos que se dejan guiar por la mano de Dios; aquellos que buscan, ante todo, secundar Su providencia, su gracia, su prioridad en los caminos de la historia.
Elegir es saber interpretar la elección previa de Dios. Muchos siglos antes que Jesús eligiera a Pedro, Samuel tuvo que aprender esta lección en el caso de David.
Nadie está capacitado para ser Piedra, pero Dios toca los corazones y nos invita a fiarnos siempre de sus planes y elecciones.
Manuel Pérez Tendero