En el monasterio de Silos se conserva un claustro románico de los más bellos de España. Pero en Silos hay también otro tipo de arte, más o menos de la misma época que el claustro, pero vivo: el canto gregoriano. La experiencia estética no se reduce a lo visual; somos también oído, espíritu, tacto, ritmo,…
Es todo un regalo poder contemplar los matices románicos del claustro de Silos y poder unirse, con oído y alma, al canto pausado que se sostiene para alabar a Dios. La música es un arte, el canto gregoriano lo es. Y, como todo arte, necesita no solo de los genes y talentos, sino del trabajo y el esfuerzo. Cantar gregoriano es una verdadera escuela de educación en todas las dimensiones del espíritu humano.
Cantar gregoriano es, en primer lugar, aprender a moldear la voz, a cantar suave, con ritmo y con tono. No es voz agreste, improvisación original, sino hálito modelado, grito humano configurado con el logos. El canto está al servicio de la palabra, es vehículo de la Biblia, servicio a los Salmos para hacer viva la alabanza que un día el Espíritu inspiró. Los acentos de las palabras, el tono de súplica o alabanza, de júbilo o tristeza: el texto y su sentido marcan el canto.
Cantar gregoriano es poner sonido a las palabras, es decir, darle Espíritu al Logos. De esta manera, rezamos al Padre unidos al Hijo, que es Logos, y al Espíritu, que es música. Bien decía san Agustín que quien canta ora dos veces; porque ora trinitariamente, empapado en la verdad de Dios.
Cantar gregoriano es, ante todo, unirse a una voz que nos precede. Nos precede por la tradición, por un pasado vivo al que nos es concedido unirnos, con toda su riqueza. Muchas historias se unen en el presente de la alabanza. Un pueblo que canta para Dios a lo largo de los siglos: ese es el milagro del gregoriano. Pero un canto que nos precede, también, porque la voz del individuo queda integrada en la melodía de la comunidad. Es más necesario el oído que la boca. En el gregoriano no hay solistas, no hay protagonismo personal: la comunidad canta a una sola voz a Dios, Padre de todos. Pura pedagogía del amor, humildad gozosa en compañía.
Desde aquí podríamos entender el sentido profundo de la evangelización: invitar a otros a unirse gozosamente a nuestro canto; abrir la comunidad de los hijos de Dios a través de la belleza, llegando al corazón de los que nos escuchan para solicitar su adhesión. No hay mayor alegría que poder cantar juntos a Aquel que nos ha amado y sostiene nuestras vidas.
El canto gregoriano, también, nos ayuda a educarnos para el futuro. Lo hace, principalmente, porque es ensayo del canto final de alabanza a Dios que los santos entonarán por siempre en el Reino. Sabemos lo que seremos en el futuro: queremos prepararnos para ello desde el presente. Sabemos que fuimos creados para llegar a una meta de alegría: queremos preparar con gozo esa meta en el corazón de las dificultades del camino. El futuro ilumina el presente y da sentido a cada sufrimiento.
La “pedagogía del futuro” es también palpable en el gregoriano porque la clave son los finales. Cada frase debe ser moldeada desde la terminación armónica de cada tono. Más larga o más corta: la frase queda marcada por la forma de terminar.
¡Quizá sea esta la gran clave de la educación que estamos perdiendo! El futuro ilumina nuestro presente, la meta debe configurar nuestro camino, el objetivo da fuerza y forma a nuestros esfuerzos.
En este domingo se escuchará en nuestras iglesias la escena de la Transfiguración de Jesús en el monte. En el corazón de la Cuaresma, un atisbo de resurrección; subiendo a Jerusalén para el sufrimiento, los discípulos pueden contemplar la luz del futuro del Resucitado. ¿Cómo caminar sin meta? ¿Cómo educar sin proyecto? ¿Cómo afrontar el sufrimiento y la muerte si no es desde la Vida?
Como en el gregoriano, también esta es la clave del domingo: educar para el futuro, educar desde el futuro, ungir el tiempo y sus límites con el amor de quien ha penetrado por nosotros en la eternidad.
Manuel Pérez Tendero