A quienes les gusta el fútbol están disfrutando estos días con los partidos de la Eurocopa. La selección española, a día de hoy, sigue adelante gracias a sus victorias.
Una de las cosas que más llaman la atención en las selecciones es la unidad que suele haber entre los jugadores y el equipo técnico. Es normal ver cómo un portero, cuando marca un gol el delantero, se llena de alegría; también los reservas, desde el banquillo, viven con nerviosismo y pasión el juego de sus compañeros en el campo. Si ganan, gana todo el equipo, no el jugador que ha marcado los goles o el portero que ha parado un penalti. Si pierden, todo el equipo pierde y se consuelan unos a otros, sobre todo a aquellos que hayan podido cometer un fallo.
Este domingo, no en los campos de fútbol, sino en las parroquias de nuestros pueblos, contemplaremos a Jesús visitando su patria, la pequeña aldea de Nazaret. Salió de allí para iniciar una misión; ahora, tras unos meses de trabajo fecundo, visita su pueblo. ¿Qué se encuentra entre sus paisanos? “Nadie es profeta en su patria” es el resumen que Jesús mismo hace de la reacción de aquellos que lo conocen desde pequeño. Lejos de alegrarse con los triunfos de su paisano, se escandalizan y no comprenden el origen de su éxito: “¿No es uno de nosotros? ¿Por qué tiene tanto carisma y sabiduría?”.
Con el símil del fútbol, podríamos decir que Nazaret no quiere hacer equipo con Jesús. Él es un delantero de cuyos goles no se alegran los defensas o los que se sientan en el banquillo. Los éxitos de Jesús no llenan de alegría a sus paisanos, sino que los escandalizan, los llenan de ironía y escepticismo.
Cuando miramos la Iglesia actual, con sus ministros, no sé si nos parecemos más a un equipo de fútbol conjuntado o a los paisanos de Jesús en la aldea de Nazaret.
Sería impensable que el portero de la selección española se entristeciera cuando marcan goles sus delanteros, por la sola razón de que la gente no los felicita a ellos directamente, sino al delantero.
Sería impensable que un jugador de campo se llenara de envidia porque el portero ha hecho buenas paradas y la gente del público, también el entrenador, aplaude el buen hacer del guardameta.
Sería impensable que un reserva de la selección, porque él no está jugando, quisiera que su equipo perdiera porque él no es protagonista directo del triunfo.
Sería impensable, también, que algún jugador estuviera enfadado con el entrenador, que le ha elegido y convocado, porque no entrena exactamente según las ideas del jugador convocado.
Sería impensable, aún más, que algún jugador se alegrara del triunfo del contrincante o gozara cuando su propia afición abuchea a sus compañeros y jalea a los jugadores del otro equipo.
¿Qué resortes de nuestro interior podrían explicar estas situaciones impensables?
¿Echarían mano los paisanos de Jesús de alguna idea teológica o litúrgica para rechazar a aquel a quien conocían? ¿Por qué lo rechazaron realmente? Las excusas, también las teológicas y espirituales, abundan; pero es importante ser honestos y buscar las causas profundas y reales de las cosas, sobre todo de las cosas que no hacemos bien.
Creo que estas causas tienen que ver, ante todo, con nuestra afectividad; tienen que ver con el grado mayor o menor de madurez con el que afrontamos nuestras relaciones y nuestras tareas de la vida.
Es posible que los equipos de fútbol tengan mucho que enseñar a los paisanos de Jesús sobre lo que es el trabajo en común y la alegría por el triunfo de los compañeros.
Manuel Pérez Tendero