Hace unos días pude ver, a ratos, una película titulada Las poderosas Macs. Está basada en un hecho real. En los años setenta, el equipo de baloncesto de un colegio de monjas católicas, la Inmaculada, fue capaz de ganar el campeonato nacional de Estados Unidos durante varios años. La gran protagonista es la entrenadora, esposa de un entrenador de la NBA. Junto a ella, una monja joven ejerce las funciones de segunda entrenadora.
Cuando llegan a la final, la monja escribe en la pizarra del vestuario, con letras bien grandes, una palabra: BELIEVE, creer. Esta es la clave para llegar a la final y poder conquistarla. La palabra es muy adecuada, dirigida a un grupo de estudiantes de un colegio católico.
Junto a la conquista del triunfo deportivo, también aparecen, en paralelo, otras conquistas personales y del mismo colegio, que estuvo a punto de desaparecer: conseguir lo imposible se hace posible cuando se cree y cuando se trabaja en equipo: esta es la fuerza de los pequeños.
El evangelio que se proclama en nuestras iglesias este domingo también es el relato de un hecho real que nos enseña las claves de la fe. Pedro fue capaz de caminar sobre las aguas para dirigirse hacia Jesús.
El gran milagro no consiste en poder caminar sobre las aguas físicas de un lago; lo verdaderamente milagroso es ser capaces de caminar, sin hundirnos, por las tempestuosas aguas del mar de nuestras vidas. Llegar a la meta cuando el camino quiebra a nuestros pies: eso es lo extraordinario.
Pedro estaba caminando sobre las aguas, fijos los ojos en Jesús, su meta. Pero el viento arrecia y su fuerza penetra en el corazón del discípulo suscitando el miedo. El miedo paraliza, hunde, detiene. La duda sobre lo que estamos haciendo, sobre la meta, sobre nuestras propias posibilidades, nos impide avanzar.
Lo contrario al miedo y a la duda es la fe. Creer, como las chicas del baloncesto, significa confiar en las propias posibilidades, ir más allá de lo aparente, de lo que los demás alcanzan a ver en nosotros. Creer es vivir de una trascendencia que está ahí y se hace fuerza vital a través del corazón. El miedo nos hace absolutizar lo inmediato y lo aparente, convertir lo negativo en la totalidad. El miedo es fruto de un engaño, de una ceguera. La duda consigue en nosotros que lo temido se realice porque nos paraliza.
Por eso, la gran fe, el creer definitivo, es la confianza en la gran trascendencia: creemos que nuestro corazón puede acceder a unas fuerzas que no se ven y que van más allá de lo que podemos imaginar. Creer es confiar en que la trascendencia absoluta está presente en nuestras vidas.
Creer en Dios nos hace creer en el hombre. Quien cree en el hombre tiene más facilidad para creer en Dios. La superación del miedo abre caminos de trascendencia. La duda superada nos hace más humanos.
Creer en mí mismo más allá de lo aparente tiene mucho que ver con creer en el otro, con trabajar en grupo, con creer que es más grande el milagro cuando es fruto de la relación. Creer en mí mismo y en el grupo junto a mí es también una puerta abierta a creer en ese gran grupo que es la Iglesia y que vive de mirar a Jesús que la llama para atravesar las aguas.
Cuando Pedro se deja llevar por la palabra de Jesús, cuando es el corazón el que sabe ver más allá de las aguas, puede caminar. Cuando, en cambio, se deja llevar por sus propias fuerzas, por la dificultad del viento sentida en sus carnes, su camino se hunde entre las aguas. “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” La mano y la palabra de Jesús hacen posible la superación de la duda y la recuperación de la fe.
Hay alguien que nos llama y nos mira más allá de las aguas. Estamos revestidos de unas posibilidades para el camino que no siempre sabemos ver. Poder es creer.
MANUEL PÉREZ TENDERO