Literatura Viva

“Escribo esto porque las personas a las que amé están muertas”. Así comienza un autor israelí una de sus novelas más famosas.

A menudo, se escribe para poder expulsar el sufrimiento que llevamos dentro, para sanar la memoria de  los vacíos que la vida nos ha ido dejando.

A menudo, el alma respira por los pulmones de la palabra.

El relato pone distancia a nuestros sentimientos, los objetiva, y nos sitúa frente a ellos para poder seguir viviendo sin su oscura opresión.

El relato ayuda, también, a seguir dibujando el rostro de quien hemos amado para que el tiempo no arranque de nuestra memoria sus trazos más concretos y su singularidad única.

El relato, a menudo, es un servicio a la memoria que nos ayuda a sanar y a vivir con nueva luz.

Muchos siglos antes de que Amos Oz comenzara su novela, otros escritores tomaron la pluma –literalmente– en la misma tierra en que el novelista judío escribe.

¿Por qué escribió Marcos su relato? ¿O Juan, el pescador? ¿También ellos estaban llenos de nostalgia? ¿Querían dejar por escrito su memoria viva, intentar expresar un amor tan grande que solo se pude comprender una vez que se ha marchado?

¿Por qué nos contaron los milagros del carpintero de Galilea? ¿Por qué se esforzaron en transmitirnos y explicarnos sus palabras? ¿Por qué nos hablaron de él, de sus relaciones, de sus proyectos, de sus promesas y su fracaso?

¿Podrían ser los evangelistas algo parecido a muchos escritores de novelas modernos, que convierten en belleza literaria la historia cotidiana de las relaciones humanas?

Jugando con las palabras de Oz, podríamos atrevernos a imaginar que Juan, el discípulo amado, podría haber comenzado su relato de la siguiente manera: “Escribo esto porque la persona a la que he amado está viva”.

Los evangelios no son relatos que nos llevan al pasado a través del interior de quienes lo han vivido. Son algo más: pretenden lanzarnos al futuro a través del interior del protagonista real de quien se habla. No es la literatura la que da vida a unas relaciones pasadas: es la persona viva la que, a través de esta literatura ungida, nos llama a una relación con futuro.

Unamuno llamaba novelas a los evangelios, pretendiendo ensalzarlos frente a cualquier confusión con un “cronicón cualquiera”. Y tenía parte de razón. Pero los evangelios no son una simple novela “basada en hechos reales”. Brotan de otro terreno, se expresan de un modo distinto y tienen otra finalidad.

Hay en ellos creación artística, esfuerzo literario, memoria expresada, sufrimiento transmitido. Pero no es la nostalgia su tono, ni es el autor su protagonista. Como diría Lewis, la poesía no está en el primer plano en los relatos de la Biblia.

Si es cierto que los personajes, en la novela moderna, quieren independizarse de su autor, podemos decir que, en los evangelios, el personaje principal adquiere todo su protagonismo y la palabra del autor literario está llamada a ser, ante todo, palabra suya. A través del discípulo nos está hablando el Maestro.

A parte de los temas, los protagonistas, el tono del relato, la veracidad histórica, y muchas otras cosas, tal vez la principal diferencia estriba en el motivo y la finalidad, en contraste con el bello inicio de Amos Oz: porque vive aquel a quien hemos conocido, os transmitimos su palabra y su aliento para que también vosotros podáis conocer su amor.

De hecho, así comienza Juan otro escrito suyo que intenta ayudarnos a interpretar su evangelio: “Os anunciamos la Palabra de vida, lo que existía desde el principio, para que también vosotros participéis de esta comunión”.

Por eso, la lectura de los evangelios no está llamada a producir, ante todo, un placer literario, sino una inquietud que hace posible la fe.

MANUEL PÉREZ TENDERO