“La línea recta es la distancia más corta entre dos puntos”. Este axioma debe ser, cuanto menos, matizado desde la física de la relatividad y la mecánica cuántica. Esta relatividad ya la conocíamos aplicada a los caminos del hombre: no siempre se llega antes cuando se toma un atajo.
Hay quien ha escrito sobre “los renglones torcidos de Dios”: Él sabe escribir recto con renglones torcidos; entre otras cosas, porque es la forma de poder compaginar su libertad todopoderosa con la libertad del hombre.
Este es el tema que nos propone como reflexión la jornada que ayer, y también hoy, celebra nuestra tradición secular: la santidad.
Ya nos decía Aristóteles que todos los seres humanos buscan la felicidad, en lo que no se ponen de acuerdo es en el modo de conseguirla, en el método adecuado para adquirirla. La santidad es, precisamente, el método principal que nos propone la tradición cristiana; es verdad que, proponiéndolo, pone un poco en duda la misma afirmación de Aristóteles.
El camino a la felicidad no es una línea recta: esta es la esencia de la santidad; pasa por el otro, por la búsqueda de la felicidad del otro: solo entonces llega, como fruto maduro, la propia felicidad.
Desde una perspectiva más directamente cristiana, la santidad nos dice que la propia felicidad pasa por la búsqueda de la gloria de Dios, de su voluntad.
Creo que, cuando se busca la felicidad propia para poder así cumplir la voluntad de Dios, el camino yerra. En cambio, cuando se busca primero la gloria de Dios –“el Reino de Dios y su justicia, decía Jesús”– lo demás llega por añadidura.
Cuando alguien se busca a sí mismo, por encima de todo, acaba encontrando no otra cosa que a él mismo, y esta soledad última es un muro frente a la felicidad.
Pienso que este ha sido uno de los dramas de la modernidad: convertir en línea recta lo que es más complejo, buscar al individuo por encima de todo, pretender como horizonte supremo de la vida el propio bienestar. Para conseguir el fruto es necesario cuidar la planta. Ha sido la victoria del capitalismo en todos los órdenes de la vida, también en el moral: buscar el propio beneficio es lo mejor para la sociedad.
La vida rápida y fácil que nos proporciona la técnica nos ha hecho pensar que los caminos del hombre también son fáciles, que la ruta de la felicidad es también rápida y simple.
Otros son los caminos que el hombre intuye en los mecanismos del espíritu. La senda que nos propone la santidad no es otra que la dinámica del amor: salir al otro para ser yo mismo, buscar su rostro para poder reconocerme, construir su felicidad para hallar mi propio gozo. Nos lo dijo el gran maestro de Nazaret: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; quien la pierda por mí y por el evangelio, la encontrará”. Él mismo vivió en propia carne el camino que propuso: “No hay mayor amor que dar la vida por los amigos; vosotros sois mis amigos”. Hablaba de esta amistad unas horas antes de ser levantado en la cruz.
Cuando este maestro comenzó a predicar, en las laderas de un monte de Galilea, sus primeras palabras fueron para los últimos y no se cansó de repetir, hasta ocho veces, “felices vosotros”, bienaventurados. Él vino a responder al gran Aristóteles, también a Moisés y a todos los profetas: ofreció un camino de dicha que vivió hasta la entrega de la propia vida.
Santos son aquellos que se han olvidado de sí y han buscado a Dios por encima de todo; esta búsqueda les ha llevado al hermano: solo entonces han encontrado la clave de sus propias vidas.
Manuel Pérez Tendero