Arrodillados en el Monte.

En la escena final de su evangelio, la más solemne, san Mateo nos presenta a los Once discípulos frente a Jesús resucitado. Las mujeres les habían dicho que vivía y que debían encontrarlo en Galilea.

Nada más verlo, lo adoran, se postran: reconocen una presencia divina en este amigo que ha caminado tantas leguas en su compañía.

La mayoría de nuestras biblias nos dicen que “algunos dudaron”. Al parecer, todos adoraron, pero no todos lo hicieron con seguridad. ¿Cuántos dudaron?

En el texto griego original no tenemos ninguna palabra que signifique “algunos”. El texto dice, sin más: “pero ellos dudaron”. No dudaron algunos, sino todos, los Once. Ha sido la dinámica de los discípulos a lo largo de todo el evangelio: Jesús les ha llamado a menudo “hombres de poca fe”. El discipulado es un camino, y aún no ha terminado.

Unos versículos antes, san Mateo nos ha contado un primer encuentro de Jesús resucitado con las mujeres; ellas también adoraron. Ahora, cuando presenta a los discípulos adorando, lo hace en contraste con las mujeres: el “pero ellos…” hace referencia a la adoración de las mujeres; ellas adoraron sin más, los Once, adoran dudando.

Al comienzo del evangelio, también tenemos a otros personajes que adoran a Jesús, en un adelanto de la gloria de la resurrección: son los magos venidos de Oriente. Cuando la estrella los conduce a Belén, cuando encuentran al Niño con su madre, lo adoran y le ofrecen sus dones. Es un anuncio de la futura fe de los paganos, que reconocerán en el Mesías de Israel al verdadero Dios.

Frente a los magos, frente a las mujeres, los Once tienen dudas, pero adoran. Ellos son el germen del nuevo pueblo del Resucitado, ellos son los maestros de los futuros creyentes, pero no son el modelo absoluto de la fe. Jesús no envía a los más convencidos, a los mejor preparados, a los que no tienen ningún interrogante, a los que han llegado al final del camino. Ellos siguen siendo discípulos cuando se convierten en apóstoles, son seguidores cuando son enviados a ser pastores. Siguen en camino, siguen aprendiendo, siguen teniendo necesidad de seguir creciendo según van sembrando.

Tampoco han sido los primeros que se han encontrado con el Resucitado: han necesitado la mediación de las mujeres para llegar a Galilea. Ellas han ido por delante en la búsqueda y en la fe, en el encuentro y la adoración.

Los Once necesitan de los demás creyentes; a menudo, existen otros más creyentes que ellos, con más firmeza y más avanzados en el camino del amor. Los maestros no son la Iglesia, ni tienen por qué ser lo mejor de la Iglesia. Entre los Once no está María, modelo perfecto de creyente.

Los Once necesitan, por encima de todo, al mismo Jesús. La Ascensión no es abandono, sino presencia nueva en el corazón de los suyos, en sus relaciones y en su misión. “Yo estoy con vosotros” es la clave final del evangelio, es la raíz de la misión de la Iglesia y la posibilidad de su éxito.

Es necesario adorar y dejarse enviar: ya se irán despejando las dudas. Junto a él, que nos precede siempre en el camino, junto a las mujeres y los demás creyentes, será posible renovar la misión y llegar hasta los confines de lo humano.

No se aprende del todo hasta que no se enseña; no se cree plenamente hasta que no se evangeliza; no acabamos de ver algo con claridad hasta que no nos convertimos en testigos de ello.

Hoy, domingo, estamos en el monte, en Galilea. Hoy, domingo, él sigue presente entre nosotros. Otros creyentes nos han dicho que vive y que nos llama; aquí estamos, con nuestras dudas y nuestras heridas; aquí estamos, con todo nuestro amor por él y nuestra ilusión prendida a sus palabras.

Manuel Pérez Tendero