El Carnaval se inventó como preludio de la Cuaresma. Por contraste, nos introduce en el significado profundo de estos cuarenta días que son un memorial del tiempo que el fundador del cristianismo pasó en el desierto para ejercitar la libertad, para vencer al mal. La carne frente a la abstinencia, el disfraz frente a la autenticidad.
La palabra que más resuena en la Cuaresma es “conversión”. Normalmente, estamos acostumbrados a mirar el mal en sus consecuencias, y a quejarnos de ello buscando culpables. La Cuaresma, en cambio, nos invita a ir a las causas del mal, a buscar sus orígenes; nos ayuda a superar la queja y a buscar nuestra propia responsabilidad en la superación del mal. Quien se ejercita en Cuaresma no busca, ante todo, acusar, sino convertirse; no mira solo fuera, sino dentro, en sí mismo, porque sabe que la vida es responsabilidad, y sabe que el mundo se transforma empezando por uno mismo.
Es la misma actitud con la que comienza siempre la reunión principal de los creyentes, la eucaristía: el reconocimiento del propio pecado, la implicación personal y humilde como requisito para toda comunión y todo proyecto.
En nuestras relaciones humanas, desde el matrimonio hasta las grandes empresas, casi siempre pensamos que es el otro quien tiene que cambiar; y es posible que sea cierto en muchos casos. Pero no hay mejor forma de suscitar el cambio del otro que empezar con una actitud de cambio personal. Exigir no suele ser una estrategia muy fructífera para buscar la comunión, tampoco la acusación y el juicio. Empezar por uno mismo es el mejor comienzo.
Para ello hace falta, ante todo, humildad. El amor, más allá del sentimiento inicial, se hace imposible sin humildad, sin esfuerzo personal; aquí radica, probablemente, la mayor capacidad creativa del ser humano.
La Cuaresma nos invita a ejercitarnos en esta verdad cotidiana y universal: la conversión personal para cambiar el mundo, la búsqueda de la justicia empezando por uno mismo.
Junto a la clave de la “conversión”, el tiempo de Cuaresma, de la mano del que pasó cuarenta días en el desierto, nos ofrece otra clave fundamental para la construcción de la persona y la sociedad: la libertad.
Si ser libres consiste, ante todo, en dar rienda suelta a los instintos interiores y a los estímulos exteriores, la libertad tiene que ver, esencialmente, con el Carnaval. Una vida sin límites ni cohibiciones, sin responsabilidades. Una vida en la superficie y el disfraz, un teatro en el que nadie es quien parece ser; tomar decisiones sin consecuencias y crear una careta que me represente en la relación con los demás.
Si la libertad es, más bien, el triunfo de la persona sobre las cosas, la capacidad de decidir con criterio propio ante la multitud de estímulos exteriores e impulsos instintivos, es la Cuaresma el gran signo de la libertad humana. Si la Cuaresma es verdad, la libertad no es posible sin esfuerzo, decidir tiene consecuencias e implica responsabilidad; cada decisión me construye o me destruye, porque me implica como persona, soy sujeto de mi historia, no personaje de diferentes y pasajeras comedias.
El desierto es lugar humano. De paso, pero necesario. Es posibilidad de ejercitación de la voluntad, desnudez que me ayuda a comprender lo esencial, lo que de verdad vale la pena; es silencio que me ayuda a encontrarme conmigo mismo y a no tener miedo de mis límites.
El desierto no es el lugar definitivo, tampoco la Cuaresma; son regalo para una pedagogía de la madurez humana, de la libertad y su belleza. Son camino, esfuerzo, porque la meta se construye y el amor cuesta.
Manuel Pérez Tendero