Cuando se cumplen quinientos años de la Reforma Protestante y la Iglesia nos invita a avanzar por los caminos del ecumenismo, le preguntamos a Lutero cuál ha de ser el significado de la Pasión en la espiritualidad cristiana.
Él quiere ser un reformador: se sitúa de forma crítica frente a muchas manifestaciones de la espiritualidad cristiana medieval en torno a la Pasión. Critica el uso mercantilista y las formas teatrales de muchas representaciones del sufrimiento de Cristo. No le gusta el espectáculo; la Palabra debe primar sobre la imagen, lo personal sobre lo folklórico.
Pero Lutero, como toda la edad media, también quiere llegar al corazón del creyente desde los textos evangélicos. Es más, cree que los evangelistas se quedan cortos, a diferencia de san Pablo, en aplicar la pasión de Jesús a los creyentes: reducen su relato casi a la mera descripción de los hechos. Como la mejor tradición medieval, también Lutero busca que el recuerdo de los relatos –para él leídos más que representados– toque el corazón del individuo creyente.
Él nos propone un triple “uso” de la Pasión.
En primer lugar, el sufrimiento de Cristo debe movernos a estar a disgusto con nosotros mismos, con nuestro pecado: él murió porque yo pequé, él sufrió porque yo necesito redención. Mirar a Cristo con cariño significa mirarme a mí mismo con desdén, con horror. Lutero no busca la lágrima fácil de quien se emociona por un sentimiento pasajero, sino el dolor profundo de aquel que descubre su pecado a la luz del sufrimiento del Hijo de Dios. Por eso, el espectáculo no ayuda a esta interiorización y conversión que debe provocar el recuerdo de la cruz.
En segundo lugar, la meditación de la pasión de Jesús nos debe llevar a la conciencia de la redención. Es el punto más importante. Jesús de Nazaret no sufre como un hombre más: sufre para redimirnos de forma definitiva, para acabar con nuestro pecado, para abrirnos las puertas del Paraíso. Debajo del sufrimiento hay, sobre todo, amor: el amor de Dios, el amor de Jesús; amor por nosotros, por mí; amor gracioso, inmerecido, puro regalo. Los padecimientos de Cristo no están al mismo nivel que los nuestros: son redentores, sanan, nos curan.
En tercer lugar, en completo acuerdo con toda la tradición cristiana, Lutero busca la ejemplaridad de los relatos de la Pasión. Jesús de Nazaret ha de ser imitado por sus discípulos en la paciencia y el sufrimiento aceptado. Él es ejemplo de humildad, de obediencia, de perseverancia, de esfuerzo, de sometimiento a la voluntad del Padre. Es el aspecto moral de la celebración de la Semana Santa, la búsqueda de sus consecuencias más prácticas.
Frente al primer sentimiento –el horror por los propios pecados– este tercer sentimiento es su complemento: deseos de conversión, de un estilo nuevo que tiene al Crucificado como modelo. ¿De qué sirve celebrar si yo no cambio en nada? ¿Cómo será de cristiana una Semana Santa que no toca el corazón de los que la celebran? Todo queda igual: a esperar al próximo año para comenzar de nuevo las celebraciones: ¿Será esto lo que Jesús, que murió por nosotros, quiere?
Mucho tenemos que aprender, seguramente. Pero, en cualquier caso, quizá Lutero está más cerca de muchas tradiciones, algunas de ellas muy medievales, de lo que nosotros pensamos. Lo está también, creo yo, en algunos de sus límites.
Hoy, gracias al Concilio Vaticano II, en la Iglesia podemos recuperar la dimensión pascual y comunitaria de la Semana Santa. La esencia no es el individuo, sino la Iglesia; la clave no está en la Pasión, sino en la Resurrección. El sentimiento es importante, pero no lo esencial; como lo es la compasión, e incluso la imitación. Hay algo más importante: la incorporación, la unión con Cristo resucitado, que es posible gracias a la Iglesia y sus sacramentos. La Semana Santa es memoria viva, no porque demos vida a las imágenes con nuestros sentimientos, sino porque el Crucificado ha Resucitado y camina con nosotros.
Manuel Pérez Tendero