La parábola del pastor y la puerta comienza con dos palabras extrañas, ajenas al griego: “Amén, amén os digo…”
El Nuevo Testamento está escrito íntegramente en griego, pero conserva palabras semitas procedentes del hebreo y el arameo. ¿Por qué? Porque la comunidad humana en que nació el cristianismo hablaba arameo y rezaba en hebreo.
Aleluya, Amén, Hosanna, Maranatha, Abbá… Son palabras importantes que la comunidad ha querido mantener para fortalecer la vinculación con el origen, con la comunidad primera, con el mismo Maestro. Los autores griegos de los evangelios, o de las cartas apostólicas, no han querido traducir estas palabras: las conservan como regalo a los discípulos posteriores, sea cual fuere su lengua materna.
Una de las consecuencias de esta conservación creo que debería ser el no traducir estas palabras a nuestras lenguas modernas. La parábola del pastor comienza con “En verdad, en verdad os digo…” Si Juan, hablando a oyentes griegos, no quiso cambiar la palabra hebrea Amén, ¿por qué hemos de hacerlo nosotros? Al traducirla, pierde gran parte de su fuerza y significado originales; pierde, sobre todo, su capacidad de memoria.
En otros casos, el Amén no ha sido traducido, sobre todo cuando tiene un significado doxológico, de alabanza, cuando significa la respuesta de la comunidad a una alabanza pronunciada por un lector.
Hubo un tiempo en que estaba de moda traducir todo. Incluso, en las respuestas de la eucaristía, empezó a cambiarse la respuesta “Amén” por “Así sea”. Práctica incorrecta, pienso yo.
En primer lugar, porque “Amén” no significa “Así sea”, es algo mucho más profundo y fuerte. En este sentido, es preferible la traducción de la lectura que hoy leemos: “En verdad, en verdad”. “Amén” significa mucho más “en verdad” que “así sea”. Pero tampoco esta traducción hace justicia a los matices de la palabra hebrea. Por eso no fue traducida por las primeras generaciones, y tampoco debe ser traducida por nosotros.
Amén es, ante todo, una respuesta, un adverbio que sirve para poner voz al pueblo cuando hablan los profetas o los sacerdotes. Es una forma breve de adherirse a algo que acaba de decirse, sobre todo cuando es una alabanza a Dios. Amén es palabra-clave para hacer nuestra la palabra, la alabanza, también la voluntad de Dios. Amén es acoger e implicarse, entrar en comunión.
La raíz hebrea que está debajo de esta palabra significa “confirmar, sostener, asegurar, verificar, mantenerse firme”. Tiene que ver con los cimientos, con la seguridad, con la verdad. Puede tener también el matiz de “confiar”.
En el Antiguo Testamento no existe una palabra clara para expresar la fe; lo más cercano sería esta raíz que subyace en el Amén. La fe, por tanto, es responder, adherirse; la fe es afianzarse en la Palabra de otro, hacerla propia, dejar con libertad que su propuesta configure nuestras vidas.
La fe es responder para alabar y para cimentar nuestro futuro en el Dios que ha hablado y se ha hecho presente, en el Dios que actúa. La fe es seguridad y firmeza, pero no en uno mismo, sino en otro, es firmeza y confianza, firmeza por amor.
Utilizando esta palabra en el comienzo de sus discursos, Jesús de Nazaret quiere proponer esto mismo: nuestra respuesta de fe ante una palabra suya pronunciada con autoridad. Por ser el Hijo, por saber de lo que habla, por haber sido enviado, su propuesta es contundente.
Al Amén de los discursos de Jesús responde el Amén de nuestra fe. El mensaje de Jesús no es opinión de un intelectual, sino propuesta firme del Hijo de Dios, llamada firme a nuestras vidas.
Manuel Pérez Tendero