En los días de Navidad recordamos el nacimiento de Jesús de Nazaret hace más de dos mil años en una ciudad de Judea llamada Belén. Según los cristianos, ese nacimiento cambió la historia del mundo para siempre, para creyentes y para no creyentes, porque aquel niño es el Hijo de Dios y se vinculó al hombre para siempre, rescatándolo de su naufragio por la historia.
Un niño que es Dios, nacido de una mujer que es virgen. Son tres elementos que parecen no estar muy de moda en nuestro mundo rico occidental.
Nacer. No es la característica más notoria de nuestra sociedad. Los nacimientos disminuyen, con todas sus consecuencias. La fecundidad era en las sociedades antiguas, probablemente, la mayor bendición de una familia, de un pueblo, de una mujer. Ahora, a veces, da la sensación de ser algo parecido a una maldición o, al menos, a un cierto estorbo para la realización personal de las personas jóvenes, varones y mujeres.
La Natividad no está de moda; por tanto, tampoco la Navidad. No es momento este de reflexionar sobre las causas y las consecuencias de nuestro rechazo de la fecundidad. Se trata, sin más, de constatar un hecho. No son tiempos propicios para la Navidad.
La madre virgen. Si María hubiera quedado embarazada de su esposo José, el niño nacido de sus entrañas podría ser un elegido, un gran profeta, un libertador, pero nunca Dios. En la mentalidad que prevalece en nuestro entorno la virginidad no es un valor, antes al contrario. En algunos grupos, sobre todo aquellos de una religiosidad más tradicional que tiene que ver a menudo con la celebración de la Semana Santa, sí se subraya el nombre de María Virgen, y existen sinceras y sentidas devociones hacia ella. Pero no sé si, aún en estos grupos, la virginidad de la Virgen es comprendida y es considerada como un valor a imitar que nos humaniza y que tiene que ver con nuestro estilo de creyentes.
La virginidad de la mujer, y la del varón, no están de moda en la teoría y en la praxis de nuestra sociedad. No son tiempos propicios para comprender la esencia de la Navidad.
El niño que es Dios. En lo que tiene de ternura y relato lleno de fantasía, parece que la Navidad es aceptada y querida. Los sencillos pastores, los magos de ensueño, los animalitos en el portal, el niño y sus pañales, san José que sonríe,… Pero esa escena no deja de ser algo sin mucha importancia para nosotros, que vivimos dos milenios después, si le arrancamos su significado más perenne: el nacido en el pesebre es el Hijo de Dios, es carne de la Palabra.
El aspecto tierno y humano de la Navidad sí parece aguantar mejor las inclemencias de los tiempos; pero la verdad de su divinidad, su aspecto profundo y salvífico, es más difícil de aceptar. No son tiempos los nuestros de pronunciar de forma explícita el nombre de Dios y vivir de su presencia. Son tiempos de símbolos más que de realidad, de fantasía y sueños más que de firmeza, de estrellas fugaces más que de un sol que da luz con fidelidad a nuestros caminos.
No son tiempos fáciles para el significado de la Navidad, para su realidad más verdadera y su sentido más profundo.
No es evidente la Navidad que habita debajo de la navidad; solo se puede contemplar con los ojos de la fe. Son tiempos, por tanto, propicios para el atrevimiento del creer, que no es evidencia de nuestros ojos ni actitud de la masa.
Pero no estamos tan lejos de la primera Navidad. Entonces, solo unos pastores se atrevieron a acercarse a contemplar el misterio y supieron cantar. Entonces, solo unos magos llegaron desde lejos y supieron adorar. Solo unos pocos, como ahora. María y José estuvieron prácticamente solos con el Niño. Como ahora.
No es, por tanto, el sentimiento, ni la devoción, ni tan siquiera el llanto, la clave para acceder a la verdad de la Navidad; sino la fe, la misma que hace dos mil años. La misma que seguirá sosteniendo a los sencillos cuando llegue el futuro.
¡Feliz Navidad!
Manuel Pérez Tendero