Las sandalias del Esposo (3)

¿Por qué no es digno Juan de agacharse para desatar las correas de las sandalias de Jesús? Parece una insistencia triple en la humildad de Juan: Desatar el calzado como gesto de un esclavo, agacharse como signo de humillación y, a pesar de todo, no considerarse digno ni siquiera de realizar estos gestos. Cuando llega Jesús, el Precursor sabe reconocer toda su pequeñez.

Pero, en la tradición hermenéutica de la Iglesia, debajo de esta frase enigmática de Juan el Bautista, se ha querido ver un misterio más hondo, una sugerencia de sentido que va más allá de lo moral y de lo evidente. San Jerónimo lo dice explícitamente: “Aquí aparece claramente un signo de humildad; es como decir: no soy digno siquiera de ser su siervo. Pero en estas sencillas palabras se nos revela otro misterio”. Debajo del texto está la ley del levirato que aparece descrita en el libro del Deuteronomio y narrada en el relato de Rut. Cuando un israelita moría sin descendencia, era obligación de su pariente más cercano tomar a la viuda por esposa para dar descendencia al marido muerto. Si algún pariente no cumplía con su obligación, la viuda le quitaba la sandalia y le golpeaba en la cara. De esta manera, otro podía acudir a cumplir con el deber del levirato.

San Jerónimo, y muchos otros, relacionan el gesto de Juan el Bautista con este rito, y parafrasean la frase de Juan: “Él (Jesús) tiene por esposa a la Iglesia, yo soy simplemente el amigo del esposo: no puedo, siguiendo la ley, desatar la correa de su sandalia, porque él no ha rechazado a la Iglesia por esposa”.

¿Qué conciencia tenía Juan del tiempo que estaba viviendo? ¿Por qué se fue al desierto, por qué predicaba y bautizaba? La clave nos la da el profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: ‘Preparad el camino al Señor”. Juan tenía conciencia de que estaban llegando los tiempos finales y se consideraba un “enviado por delante”. El Mesías está a punto de llegar, viene como varón, como novio, para desposar a Israel en una alianza bella y definitiva.

Algunos judíos se han confundido: piensan que Juan es el Mesías; pero él corrige su perspectiva: el Mesías está por llegar, él solo es voz y prepara el camino; él no es quién para llevarse a la novia, no puede suplantar al verdadero levir, al que llega para rescatar a la viuda; al contrario, como Josué y como Moisés, es él quien debería quitarse las sandalias por pisar el terreno sagrado del final de los tiempos.

El esposo viene; pero, ¿dónde está la esposa? La está preparando el mismo Juan. Está reuniendo al pueblo fiel para, como novia ante la boda, lavarse con agua y vestirse con la dignidad requerida por el momento.

¿Sabrá la esposa responder fielmente al esposo que llega? Algunos de los discípulos de Juan se fueron con Jesús: entendieron el mensaje y se fueron con el Mesías. Pero muchos no lo entendieron así. Por eso, el esposo envió a muchos mensajeros después de Juan para que convocaran un nuevo pueblo que participara en el banquete de bodas del Mesías.

Hoy, en Adviento, seguimos invocando a Juan el Bautista. Con él, nos sentimos esposa llamada porque está a punto de llegar el Novio. El amigo nos prepara: con su palabra, con sus gestos, gritando a nuestras rutinas, hablándole, despacio, al corazón. Somos Jerusalén engalanada, en preparativo festivo, somos ciudad visitada, somos viuda rescatada.

Muchos, en Israel, declinaban la responsabilidad del levirato: no querían responsabilidades para dar descendencia a otro. Hoy, tal vez, vivimos también bajo el signo de los que no quieren acoger esposa ni darle descendencia. En este tiempo de pocos matrimonios y escasa fecundidad, el símbolo del Adviento se hace profecía que interroga a nuestras seguridades: el Señor viene como esposo y necesita amigos que le ayuden, como Juan, a preparar a su esposa para la boda.

Manuel Pérez Tendero