“Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”. Estas palabras de Jeremías han sido pronunciadas, predicadas y vividas por infinidad de creyentes a lo largo de la historia. Han representado y han dado cauce a esa dimensión de la religión que es belleza y atracción, relación personal, amor. Jeremías tiene otros textos que señalan la misma perspectiva. No es original en esto: ya se le adelantó el profeta Oseas unos kilómetros más al norte y un siglo antes.
También es la perspectiva de quienes fueron creando la tradición del Deuteronomio, y es el alma de los judíos sencillos que tuvieron que reconstruir su religiosidad tras el devastador exilio en Babilonia y la opresión de los sucesivos imperios.
La esencia de la religión, al menos de la religión judeo-cristiana, es el amor. La vinculación con Dios solo puede ser fruto de la atracción y de la libertad. Dios no tiene adeptos, sino hijos; prefiere –como señala bellamente la parábola del hijo pródigo- que sus hijos se alejen en libertad a que se queden en el hogar por obligación, violentados.
A menudo, hemos olvidado esta fundamental dimensión de la religiosidad bíblica y no hemos sabido trasmitir los planes de Dios con su propio estilo de Padre. Es muy posible que el laicismo y las fuertes críticas a la Iglesia en nuestra sociedad sean un precio que hay que pagar, no solamente por nuestros fallos, que los hay, sino por la libertad del mundo frente a su creador. No está sucediendo así en otros lugares del mundo: se quiere imponer una religión por la fuerza, sembrando muerte en nombre de un Dios al que, de forma incoherente, se le llama misericordioso.
La religión, y también cualquier otra forma de vida o idea, no se pueden imponer por la fuerza. Pretender hacerlo, además de ser una aberración moral, es un signo de la falsedad de lo que se pretende imponer, de la falta de consistencia y convicción que genera.
Pero las palabras de Jeremías que hemos citado al inicio no tienen solo ese significado de belleza y atracción que les hemos dado a menudo. Basta seguir leyendo su texto: “Me sedujiste, Señor y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí…” No es fácil de comprender la experiencia del profeta en una sociedad como la nuestra, por su superficialidad y por los miedos que genera una comprensión “fundamentalista” de la religión.
De forma poética, Jeremías expresa que la palabra de Dios sí se le ha impuesto, pero por sí misma. Dios ha sido fuerza que irrumpe en su vida y hace violencia a sus gustos y proyectos. En sus “Confesiones”, el profeta experimenta el rechazo de su propio corazón a la palabra de Dios, porque le complica la vida, le hace un extraño para sus compatriotas, le obliga a denunciar la hipocresía de sus hermanos, le impide predicar lo que los oídos del pueblo quieren escuchar. En Jeremías, el profeta es voz crítica para la sociedad en nombre del amor de Dios, exigencia en nombre de la misericordia.
En Jeremías, por tanto, aprendemos que no toda denuncia es profética. No toda reivindicación o crítica es verdadera. La palabra es profética cuando le duele al que la pronuncia, cuando no brota de sí mismo, de su visión de la realidad, de sus propias frustraciones. La palabra es profética cuando no querríamos decirla, cuando nos sentimos obligados a ello por la fuerza misma de la palabra y por el amor de Dios hacia los demás.
Los falsos profetas son aquellos que siempre tienen una palabra aduladora en sus labios, que dicen siempre lo que la gente quiere oír. Los falsos profetas son también aquellos que tienen siempre una palabra de crítica en su boca como fruto de su propia frustración y falta de esperanza, o deseos de protagonismo.
La profecía verdadera brota del amor de Dios experimentado como belleza suprema y sufrimiento profundo, como verdad que duele y llena de esperanza. La profecía verdadera es siempre palabra de Otro dirigida a los otros y que ha pasado con hondura por todo nuestro ser.
Manuel Pérez Tendero