Un amigo psiquiatra me dice, a menudo, que una de las claves de las enfermedades de la mente está en el diálogo; ayudar a que una persona exprese sus problemas sabiéndose escuchado es una terapia fundamental para el ser humano. La logoterapia es ya un método que se abre paso y está dando muchos frutos.
La pandemia ha impedido muchas conversaciones cara a cara, mucho diálogo. Pero también lo impiden nuestras múltiples ocupaciones, tanto laborales como de ocio. Vamos sabiendo lo que necesitamos, pero nos cuesta decidirnos por ello porque, como todo en la vida, implica esfuerzo y renuncias. Dedicar tiempo al diálogo implica, por ejemplo, dedicar menos tiempo a la navegación individual por las redes sociales.
En esta sociedad de la soledad y la imagen, la Iglesia propone a todos un domingo de la Palabra. Los judíos inventaron el sábado: día de descanso, jornada para humanizar los trabajos del hombre y abrir su tiempo más allá de la rutina y la repetición. Los cristianos, de forma análoga, proponen el domingo como «Día del Señor», día diferente, dedicado a Jesús de Nazaret que nos invita a la mesa de su Pan y su Palabra.
En la sociedad occidental, el domingo se está convirtiendo en día para el deporte y el ocio, en la dirección del significado sabático de la fiesta judía. El cristianismo insiste también en otra dirección: día para la relación personal con el Señor y, desde él, con la comunidad. Día para escuchar la Palabra, la de Dios, y, por tanto, para compartir la palabra, la nuestra; día del diálogo.
Algunos hablan de un triple significado de la palabra humana: sirve para informar, para expresar y para llamar.
La palabra tiene un contenido, una dimensión objetiva: es un medio para dar a conocer ideas, para hacerse cargo del mundo, ponerle un nombre y dominarlo. Con la escucha se aprende: nuevos contenidos, nuevas perspectivas, conocimientos más amplios.
Pero la palabra tiene también una dimensión eminentemente subjetiva, humana, personal. Cuando alguien dice algo, de alguna manera, se dice a sí mismo. Cuando una persona le habla a otra, normalmente, no quiere solamente que comprenda lo que le dice, sino saberse escuchado, acogido.
Dependiendo del momento y de la relación entre las personas, primará más la dimensión objetiva de la palabra o su dimensión personal, de comunicación entre sujetos. En una clase de Física, por ejemplo, será más importante comprender los contenidos; en un diálogo entre amigos, en cambio, será fundamental la dimensión de la escucha personal.
Ambas dimensiones están muy relacionadas: queremos que escuchen lo que decimos porque es algo nuestro. Casi siempre está presente la dimensión personal, expresamos nuestro interior a través de los contenidos que compartimos.
Esta segunda dimensión, fundamental, está prácticamente ausente cuando consultamos un libro o buscamos cualquier información en internet. En cambio, está muy presente, aunque de forma un tanto extraña, derivada, cuando subimos una fotografía nuestra y esperamos que la gente la vea y nos conteste con un «like». Es como lanzar una palabra al aire, a la espera de que alguien nos escuche y podamos sentirnos acogidos. ¿Será que necesitamos los «me gusta» de internet porque nos sentimos poco escuchados en la vida real?
Aquí aparece, también, la tercera dimensión: la palabra es llamada. No solamente expresa el interior de aquel que la pronuncia, sino que quiere iniciar un encuentro; pretende, no solo ser escuchada, sino ser respondida. Este es el significado fundamental del diálogo: «dia-logos», a través – de la palabra. La palabra es un medio para encontrarnos, para realizarnos como personas, para construir relaciones y hacer posible el amor.
Por eso, cuando Dios nos habla, también quiere comunicarnos algo; pero quiere, sobre todo, comunicarse a sí mismo y nos llama a la comunión con él: ¿puede haber algo más hermoso, un privilegio mayor?
El domingo de la Palabra nos invita al diálogo, con Dios y con los hermanos: así seremos más humanos, más sanos y felices.
Manuel Pérez Tendero