El doble mandamiento del amor resume toda la moral cristiana. Fue Jesús mismo quien, en la misma perspectiva que las escuelas fariseas de su tiempo, resumió toda la Ley, toda la Escritura, en estos dos preceptos unidos por la palabra “amarás”.
Pero Jesús no inventó nada: tomó dos mandamientos de la Ley de Moisés, del Pentateuco. El primero, del libro del Deuteronomio, de esa pequeña oración que los judíos siguen rezando todos los días: el Shema’ (“Escucha…”). El segundo, del centro del libro del Levítico que es, a su vez, el centro literario de toda la Ley. Sería importante, por tanto, comprender estos mandatos elegidos por Jesús en su contexto original.
El primer mandamiento –“amar a Dios con todo el corazón, toda el ama y todas las fuerzas”– forma parte de una oración que comienza con otro mandamiento: “Escucha”. Y se continúa con el recuerdo de los beneficios de Dios por su pueblo en el éxodo y la elección de este pueblo por amor.
El amor, por tanto, solo es posible cuando hay escucha y memoria. El papa Francisco ha dicho que “la alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida” (EG, 13).
El amor no es novedad espontánea de un sentimiento sin raíces, sino acogida y agradecimiento de un amor que nos precede, descubrimiento de que existe alguien que estaba ahí antes de que nosotros pudiéramos sentir. El amor es un “descubrimiento exterior por parte de nuestro interior”.
Por eso, el amor necesita un “tú”, alguien a quien dirigirse. El amor no habita en nuestro corazón solitario: es éxodo de uno mismo, salida y apertura al otro, descubrimiento de un mundo que no es el mío. Siempre se ama a alguien, el amor nunca es igual, porque es relación y está configurado por las personas que se aman.
Es muy posible que una sociedad que pierde su memoria se convierta en una sociedad menos capaz para amar. Cuando rechazamos el propio pasado, cuando no agradecemos todo lo bueno que nos han legado quienes nos precedieron, cuando queremos reconstruir la historia desde nuestros criterios, no solo hay mentira e injusticia, sino deshumanización de nuestro propio presente. Casi todas las épocas que se han creído “modernas” han querido empezar de cero, agotando su horizonte en sus propios logros, sin acabar de ver que todo fruto llega después de una larga siembra y un fatigoso trabajo.
Amar es agradecer. La memoria es la clave del corazón.
El segundo mandamiento –“amar al prójimo como a uno mismo”– está tomado de uno de los libros bíblicos que menos se leen, el Levítico, lleno de leyes rituales y sacerdotales. En concreto, el párrafo en que se da este mandato está precedido por la perspectiva de la santidad: “Seréis santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo”.
Amar al prójimo nos “consagra”, nos une a Dios, nos hace parecernos a él en su trascendencia y singularidad. Amar al prójimo es esencial en la religión, en nuestras relaciones con Dios. Por eso, a menudo, ha de servir como criterio de la verdadera religión.
El problema puede surgir cuando nos preguntamos quién es nuestro prójimo. ¿Es el que piensa como yo, el que pertenece a mi misma religión, o grupo, o partido? La ley de Moisés no dejaba muy clara esta perspectiva, y por eso Jesús enseñó en varias ocasiones la correcta interpretación de este mandamiento.
Prójimo es el que está próximo, el que habita con nosotros. A menudo, es más fácil amar al que está lejos. Dicen que, de visita, todos somos muy simpáticos.
Pero prójimo es también el extraño, el desconocido, hasta el enemigo. Prójimo es, ante todo, aquel a quien Dios pone a nuestro lado en el camino de la vida: necesitado, amigo o enemigo, ahí está para que, amando, podamos crecer como personas.
Manuel Perez Tendero