Cuarenta y seis años llevaba ya el templo en obras. Las había comenzado el gran rey-cliente de Roma, Herodes, apodado “el Grande” precisamente por obras como la ampliación del templo de Jerusalén, o la construcción de la ciudad y el puerto de Cesarea. El rey murió sin ver acabada su obra. La continuarían sus sucesores.
La historia de Israel ha conocido dos templos en la colina norte de la antigua ciudad jebusea: el construido por Salomón, en el siglo X, que fue destruido por Nabucodonosor en el año 587; y el segundo templo, consagrado después del exilio, ya en época persa, el año 515, y que permanecerá en pie hasta que el futuro emperador de Roma, Tito, lo destruya en el año 70 de nuestra era.
El segundo templo sufrió una profanación devastadora en tiempos del rey helenista Antíoco IV. La revuelta de los Macabeos consiguió recuperarlo para el culto judío y purificó el templo y su altar en el año 164 antes de Cristo. Con motivo de esta purificación se instituyó una nueva fiesta, en invierno, que aún celebran los judíos: Hannukah, la fiesta de las luces.
Otro momento fundamental en la historia de este segundo templo fue, precisamente, la ampliación que llevó a cabo Herodes el Grande, a partir del año 19 antes de Cristo. No se trata de una reconstrucción, porque no había sido destruido; no estamos ante ningún tercer templo. Se trata de una ampliación sin precedentes, jamás hubo ningún edificio en Canaán tan impresionante. Los peregrinos de la diáspora, también los de Galilea, quedaban maravillados por su grandeza, por sus piedras enormes y su belleza. Los evangelios nos hablan de esta admiración entre los mismos discípulos.
En el muro occidental, continuando lo que es el Muro de las Lamentaciones, se han realizado excavaciones que han llegado hasta el nivel de la calle del tiempo de Jesús. El arranque de un arco nos habla de un acceso con escaleras desde la ciudad baja. Debajo de esas escaleras se han excavado unas habitaciones que, según la mayoría de los expertos, se corresponderían con el lugar de venta de palomas y cambio de moneda para poder llevar al templo los animales para el sacrificio y las monedas adecuadas.
¿Anunció Jesús, en torno al año treinta, la destrucción de este templo, siguiendo la estela de los antiguos profetas? Probablemente. No se equivocó: cuarenta años después las legiones romanas incendiaron Jerusalén y destruyen el santuario.
Jesús frecuentó este templo, lo quiso purificado, lo llamó “casa de mi Padre”. Él no era sacerdote, pero predicó en los atrios del templo, acudió allí con sus discípulos para celebrar las fiestas de su pueblo. Pero anunció también algo nuevo que se cumpliría con su muerte, a las afueras de la ciudad.
Ya el rey Salomón, en la consagración del primer templo, reconoce que Dios es demasiado grande para caber en un edificio construido por el hombre. El templo no es sino símbolo de la presencia de Dios, lugar apartado y consagrado que representa la trascendencia de Dios y su cercanía al pueblo elegido y a todos los hombres. El templo es símbolo y profecía: está pidiendo una presencia más real de Dios en nuestra historia.
En el comienzo de la Biblia, cuando se relata la creación en el precioso cuadro de una semana humana, el cosmos parece un templo, con su bóveda estrellada, donde la estatua de Dios, su imagen, es el ser humano, no ningún ídolo de madera o mármol. Desde el comienzo del mundo, Dios quiere habitar en el ser humano. Con Jesús de Nazaret, sus discípulos han creído comprender que Dios ha cumplido su deseo plenamente: el hombre y el templo se unifican en la carne del Mesías para hacer presente a Dios.
Herodes, y otros antes que él, tardaron mucho en construir un templo. Ahora, Dios mismo se construye el templo definitivo en apenas tres días: lo que dura el tiempo entre el sepulcro y la gloria.
La carne resucitada del judío Jesús de Nazaret es el templo definitivo, el lugar en el que Dios camina para siempre de la mano del hombre.
Manuel Pérez Tendero