“Detenido, sin defensor y sin juicio, fue arrancado de la tierra de los vivos…”
Así reflexionaba un poeta de Dios hace casi tres mil años. No sabemos cuál fue la injusticia histórica que dio origen a esa reflexión sobre la muerte, tal vez la más profunda de la historia de la humanidad.
Siglos después, el misterio de este canto del Siervo de Dios se despejó desde el futuro: en Jesús de Nazaret se cumplió, palabra por palabra, la reflexión del profeta. Sus heridas, había dicho el poeta, han curado nuestros propios pecados y heridas: bellos símbolos, propios del arte literario; pero, al parecer, lejanos a la realidad.
En Jesús de Nazaret hemos podido observar la realidad plena de esa bella literatura. A partir de su pasión, encuentran luz tantas violencias gratuitas que el mundo sigue soportando.
El mundo no ha mejorado mucho desde los tiempos de Isaías. La violencia no ha decrecido, la lucha contra la verdad y la libertad no ha dejado de existir. Hoy, en Kenia: universidad, búsqueda de la verdad; cristianos, seguidores pacíficos del Crucificado: contra ellos se levanta la barbarie del hombre sin humanidad en esta Semana Santa que se tiñe de sangre.
El poeta del canto del Siervo de Yahvé se pregunta: “¿Quién meditó en su destino?” ¿Quién comprende los caminos del hombre? ¿Dónde habita la justicia? Nadie hace nada. ¿Quedará sin justicia tanta muerte inocente?
El Crucificado ha asumido nuestros sufrimientos, ha venido a compartir nuestras muertes, ha recogido en su vida sin pecado toda la injusticia de la historia de los hombres. Pero, ¿es suficiente?
En las Escrituras del pueblo de Israel existe una línea de reflexión que recorre toda su historia: ¿Por qué permite Dios la injusticia de los hombres? Es verdad que actúa, y dirige la historia para que la barbarie no sea la última página que el hombre escribe en el relato del cosmos; pero, ¿es suficiente? ¿Dónde queda la justicia de esas personas concretas a quienes se les arrancó la vida?
En las Escrituras del pueblo de Israel se intuye un postulado de la justicia de la historia: la resurrección personal de todos los hombres. Sin resurrección, sin futuro, la justicia es una falacia, una utopía que solo se cumple a pequeña escala en algunas épocas en muy determinados lugares. La justicia necesita un futuro para poder abrirse paso, necesita que la muerte sea superada.
Es la esperanza de Israel, la esperanza de todos los pueblos. Es la esperanza, sobre todo, de los pobres y oprimidos, de los olvidados de la historia.
Los apóstoles del Crucificado han dado testimonio de que esa esperanza ha hallado realidad en la mañana de la nueva Pascua, a las afueras de Jerusalén, en un sepulcro que se ha quedado vacío. En la resurrección, Dios hace justicia al Crucificado y reivindica la causa de los débiles e inocentes. Con él, para siempre, llena de luz todo fracaso y nos empuja a adelantar esa justicia eterna a nuestro tiempo.
Dios está actuando y nos llama a actuar: hemos de luchar contra la violencia, hemos de esperar y no callar, tenemos que sembrar luz entre tanta tiniebla; tenemos que reivindicar la verdad y la libertad, tenemos que luchar por el hombre, por la persona concreta, sobre todo por aquellos a quienes nadie defiende, cuya causa no está de moda en nuestras sociedades movidas por la ideología.
Hemos de luchar y rezar también por el hombre que se deshumaniza y utiliza la violencia contra sus hermanos. En lo más profundo del corazón de cada hombre no habita el odio: hay luz si nos atrevemos a ser libres.
Desde la mañana de la nueva Pascua el mal está vencido y, por eso, se revuelve violento contra aquellos que Dios ama.
El futuro está en la luz y la justicia ha vencido. La Vida es real y ya se escribe con mayúsculas: nada podrá arrebatarnos la esperanza.
Manuel Pérez Tendero