Cuando llegan tiempos difíciles, se multiplican las personas que ofrecen discursos simples y encauzan el descontento general hacia soluciones fáciles, a menudo no exentas de violencia.
Es lo que sucedía en Judea en el primer siglo de nuestra era, con la ocupación romana y el gobierno de los descendientes de Herodes. El pueblo estaba profundamente descontento. Surgieron, por ello, muchos revolucionarios y profetas que invitaban al pueblo a un movimiento masivo en una u otra dirección. Hubo “profetas del signo” que prometían un milagro y convocaban a las masas para contemplar el espectáculo. Otros, se lanzaron al monte y luchaban contra Roma y contra los mismos judíos que no pensaban como ellos con la fuerza de las armas. Todos estos intentos, al final, acabaron frustrados. Trajeron, eso sí, la destrucción final de Jerusalén y su templo en el año 70.
En este mismo caldo de cultivo social surgió otro profeta con unas características bien diferentes. Uno de sus rasgos principales es que no usaba la violencia; al revés, se situaba siempre al lado de las víctimas y él mismo se convirtió en víctima de la violencia de los poderosos y de las masas. Tampoco prometía signos ni grandes transformaciones. Predicaba a Dios en lo pequeño, la irrupción del Reino entre los que no contaban para nada. No gritaba: usaba la misericordia como medio fundamental para transmitir su mensaje y la cercanía de Dios.
Otra característica fundamental de este profeta fue el rechazo de los suyos. En Nazaret, su patria chica, pero también en todo Israel, el pueblo al que había sido enviado. A diferencia de los movimientos populistas, el verdadero profeta no provoca el entusiasmo de las masas, porque se dirige a la persona y pretende la búsqueda de la verdad, que nunca es superficial ni tarea fácil.
En esta línea del rechazo, Jesús de Nazaret se sitúa en la estela de los grandes profetas del antiguo Israel, todos ellos rechazados por el pueblo y sus autoridades. A la larga, serían canonizados y convertidos en los grandes constructores de la religiosidad israelita; pero, en su tiempo, tuvieron serias dificultades para ser escuchados. Porque hablaban en nombre de Dios y no buscaban decir lo que la gente quería escuchar; porque exigían conversión, cambio personal, para que la sociedad pudiera cambiar.
El profeta nunca “se sale con la suya”, porque su misión no es suya, porque no pretende el poder. En el antiguo Israel, los profetas nunca se convirtieron en reyes ni formaron parte de la casta sacerdotal. No se puede ser profeta desde el poder: la palabra, entonces, pierde libertad. Porque está arraigado en Dios, el profeta es libre frente al pueblo y frente a los poderosos, frente a las expectativas de la mayoría y las presiones de los que gobiernan.
Hubo muchos que empezaron siendo profetas y se convirtieron en servidores del poder. Tal vez, nunca habían sido profetas verdaderos, tal vez nunca supieron pronunciar una palabra que no fuera suya y que buscara, humildemente, la verdad. El profeta verdadero se curte en el rechazo, en la fidelidad, en la pura fuerza de la palabra y el convencimiento. ¿Aprenderemos algún día que la violencia siempre nos conduce a la barbarie y nos quita libertad?
En este domingo, contemplamos a Jesús visitando Nazaret, su aldea, su hogar. No encontró fe, fue profeta rechazado. Es un pequeño signo de lo que le sucedió en su recorrido por Galilea y Jerusalén: su pueblo también lo rechazó.
Muchos siglos atrás, también el Creador visitaba su pequeño paraíso para conversar con el hombre y poder compartir su felicidad con las criaturas. Pero el hombre y la mujer, engañados por la mentira, quisieron expulsar a Dios del Paraíso, quisieron echar de la Casa al Constructor y del hogar, al Padre. Tampoco Dios es bien recibido en esta su casa que nos ha construido por amor. Por eso, los profetas, los verdaderos, son siempre rechazados, porque vienen en Su nombre.
Manuel Pérez Tendero