Tiempos de dificultad. Un pueblo que ha perdido el rumbo y ve desvanecerse todas las seguridades sobre las que se asentaba su convivencia. Desde fuera, amenazas; desde dentro, pérdida de valores. El desastre ha llegado, tal como anunciaron algunos con mirada profunda y libre…
Son los tiempos del profeta Ezequiel, en el siglo VI antes de Cristo. Ezequiel avisó del
desastre inminente, llamó a la conversión, al cambio de actitud, a la recuperación de los valores, al atrevimiento de la libertad. Fue en vano. Israel cayó, por fin, en manos enemigas; el templo fue destruido y el pueblo, deportado a Babilonia.
Pero Ezequiel no se limitó a intentar prevenir la desgracia; cuando llegó, se convirtió en profeta consolador que predica la esperanza y la reconciliación. Más aún, no se conformó con animar: se atrevió a proponer un programa concreto de reconstrucción social y religiosa para el pueblo cuando retornara del exilio.
¿Cuál habrá de ser la fuente principal de la vida, de las fuerzas para que todos puedan reconstruir el país y renovar sus relaciones? ¿De dónde vendrá el agua para sanar tanta desgracia y limpiar tanto pecado?
De un monte pequeño que, ahora, está lleno de maleza y ruinas: el monte Sión donde el templo habrá de ser reconstruido. A mediodía del santuario, brotando del lado derecho, surgirá un torrente que, a su paso, llenará de vida el desierto hasta el mar Muerto. Como símbolo de futuro, se anuncia que el mar ya no será masa de aguas sin vida, sino lugar de peces abundantes y, en sus orillas, brotarán árboles frutales y medicinales.
Reconstruir el templo, para Ezequiel como para otros profetas, es uno de los fundamentos esenciales de la reconstrucción social. Reconstruir el templo es creer en el descanso del hombre, apostar por su lado más vital y espiritual; es, ante todo, creer en la redención, en la curación de todas las heridas.
Reconstruir el templo es dejar lugar a la trascendencia en el corazón de las relaciones humanas; es dar cabida al Padre como fuente de nuestra común fraternidad.
Reconstruir el templo es afianzar la primacía de la moral en todo lo que hacemos: el respeto por el otro, el respeto por la ley que nos iguala y defiende a los pequeños.
Toda sociedad necesita sus fuentes y raíces. Los profetas nos dejan su propuesta: la fuente inagotable es Dios, su misteriosa presencia en medio de nosotros que nos ama y nos exige, que fundamenta nuestros principios y hace posible la reconciliación más allá de toda ruptura.
Unos siglos después de Ezequiel, en el lado contrario de la ciudad de Jerusalén, en su parte occidental, se abrió otra fuente bien distinta. Del costado de un crucificado brotó agua junto con la sangre. Del lado derecho de su cuerpo. Hubo muy pocos testigos de aquel pequeño milagro, pero supieron ver ahí el cumplimiento más verdadero de la propuesta de Ezequiel y así nos lo transmitieron a todos.
El templo ya no se construye con piedras o ladrillos, sino con carne humana, con la materia libre y frágil de nuestra condición de caminantes. Algunos hemos creído que el Dios que inspiró a Ezequiel para hablar de fuentes de futuro, ha tomado carne nuestra para abrir un surtidor inagotable de sanación para el hombre. Lo que el profeta del exilio no pudo ver es que esa fuente es también herida, ruptura de la carne, donación hasta la muerte.
Es una propuesta, llena de atrevimiento, profética, antigua y renovada. Pero el hombre, como ayer, seguirá siendo libre y habrá de decidir su propio futuro. La sociedad, quizá hoy más que ayer, también es libre y deberá encauzar su camino para conseguir las metas que persigue. Ella habrá de saber ir a beber en las fuentes de la vida y el amor. Mañana seremos lo que hoy estamos sembrando.
Manuel Pérez Tendero