Al sabio Job le costaba ver a Dios en su vida, llena de sufrimientos. Salmos, reflexiones, libros enteros se escribieron, no solo en la Biblia, sino en todo el Antiguo Oriente, para intentar responder a la pregunta sobre la injusticia –al menos aparente– de la vida humana.
La misma experiencia, esta vez colectiva, tiene a menudo el pueblo de Israel con respecto a su Dios. En la mayoría de los casos, el sufrimiento era explicado desde el pecado y la infidelidad del pueblo; pero, en algunas ocasiones, esta explicación resultaba insuficiente. ¿Los que sufren son, realmente, más pecadores que los que viven bien?
Era una pregunta honda, penetrante, llena de humanismo existencial, que intentaba profundizar en el sentido último de la vida del hombre. Hoy, probablemente, esa pregunta se ha hecho superflua para la mayoría. No porque la hayan resuelto, sino porque han eliminado uno de los supuestos que la sustentaban: Dios y su presencia en el mundo de los hombres. También se puede eliminar, sin más, la misma pregunta, llenando con otras respuestas, más inmediatas, todo intento de interrogante serio que nos produzca inquietud interior.
El hombre bíblico, con Job a la cabeza, sufría al no encontrar respuesta; pero acababa siempre serenamente satisfecho, porque había podido tocar el misterio de la vida y, por eso, experimentaba que su búsqueda y su sufrimiento no habían sido en vano.
Hoy, el hombre repleto de satisfacciones, queda insatisfecho en lo más hondo y decide vender su alma –sus interrogantes– a la vorágine del mercado y el bienestar.
No es fácil ser hombres; no es fácil vivir; es tremendamente complicado acoger el sufrimiento y buscar su sentido. Resulta difícil encontrar a Dios en el corazón de nuestra historia, en lo cotidiano de nuestras relaciones. Porque allí no parece reinar su justicia, sino el interés, la violencia y el mal.
Para que sus preguntas duelan menos, muchos, que no han eliminado a Dios de sus vidas, han trasladado la respuesta al ámbito de lo individual y lo futuro: el sentido lo debo encontrar en el corazón, la justicia solo podrá llegar en un juicio individual y final comprendido de una forma borrosa y, a menudo, llena de temor.
Pero, ¿qué sucede con la sociedad y sus injusticias? ¿Qué continuidad existe entre la vida que esperamos y esta vida, la única que podemos palpar? El movimiento apocalíptico, surgido un par de siglos antes de llegar Jesús de Nazaret, habla de un final total de este mundo y del surgimiento de un nuevo mundo que nada tiene que ver con este, lleno de pecado y corrupción.
La época que nos toca vivir tiene muchos parecidos con las sociedades en que se originaron las reflexiones apocalípticas: ¿tiene solución este mundo nuestro que camina a la deriva, donde el mal y la corrupción apenas encuentran justicia, donde los débiles no son reivindicados? ¿Será suficiente el cielo para compensar todos los sufrimientos de la tierra?
También los discípulos de Jesús se hacían estas preguntas y querían saber, sobre todo, cuándo llegaría la justicia, cuándo se establecería el Reino. El Maestro, sin pretender ahogar la pregunta ni desvirtuar el misterio, les había dicho que el Reino ya había empezado a actuar, que Dios ya estaba tomando las riendas de nuestra sociedad humana. Eso sí, el final, la plenitud, no llegaría aquí: esto era siembra necesaria, comienzo de la construcción, pero siempre habremos de esperar un plus más allá de lo que vemos.
Pero es importante poder ver la continuidad entre el presente del Reino y su futuro, saber distinguir la fuerza de Dios actuando en esta historia y sus contradicciones. Fe llamó Jesús a la actitud que era capaz de ver esto y llenar la vida de esperanza.
Manuel Pérez Tendero