Tres son los grupos principales que la Torah bíblica considera como principales destinatarios de misericordia: el extranjero, el huérfano y la viuda. Quizá no coincidan exactamente con los grupos más marginales de nuestro mundo, o de nuestra sociedad desarrollada, pero comprendemos muy bien su situación en aquella civilización: desprotección, pobreza, futuro incierto.
La viuda será la protagonista este domingo en nuestras iglesias. En línea con lo que pide la ley, el profeta Elías auxilia a la viuda y a su hijo, huérfano de padre. Son extranjeros, de Fenicia: la ayuda, la justicia, la misericordia, no conocen límites.
Pero algo nos llama la atención: Elías, antes de dar, pide. La viuda apenas tiene un poco de aceite y trigo para vivir ella y su hijo, para tomar un último bocado antes de morir. Elías pide que aparte un poco de esa minucia para darle primero de comer a él. ¡Extraña forma de venir a ayudar!
La generosidad de la viuda hizo posible el milagro del alimento. Porque estuvo dispuesta a dar lo poco que tenía pudo recibir con creces aceite y pan para todos los días que duró la sequía.
Este dar primero para recibir nos ayuda a entender, novecientos años después, la actitud de Jesús ante otra viuda, ahora en el corazón del pueblo de Israel, en las puertas del templo de Jerusalén.
Esta viuda pobre echa una limosna pequeña que, en comparación, es mucho más que lo que aportan muchos ricos. Como siempre, la Biblia nos enseña a mirar el fondo de las cosas, pero hay incluso más, como en la viuda de Sarepta. Según la mirada de Jesús, la viuda no solo echa más, en comparación con otros, sino que echa lo que tenía para vivir –“bíos” en griego–, lo da todo, su vida.
En el evangelio según san Marcos, esta escena es la última de la vida pública de Jesús. Más tarde, viene un largo discurso de tintes apocalípticos y, después, el relato de la Pasión. Es decir, la viuda que da como limosna al templo, a Dios, su bíos, es anticipo de lo que está a punto de hacer Jesús de Nazaret, que va a entregar toda su vida al Padre.
Solo así, como en Sarepta, puede producirse el milagro de la alcuza y el pan. Para no tener ya hambre, para vencer toda escasez y soportar para siempre todas las sequías, Dios nos pide lo poco que nos queda para poder devolvérnoslo todo. Su poder infinito dialoga con nuestra pequeñez para realizar el milagro de la abundancia, de la salvación del hombre. El Verbo de Dios se ha hecho carne para poder darle a Dios, en nombre de la humanidad, todo lo que tenemos, lo poco que nos queda, lo pequeño y limitado que llevamos en las manos.
Pero el Verbo de Dios se ha hecho hombre, también, para dárnoslo todo en nombre de Dios. Él es tan grande que, por mucho que nos dé, siempre será muy poco de su inmensa riqueza. Cualquier guiño de Dios será siempre un inmenso tesoro para el hombre, pero él sabe que es apenas una migaja de todo el caudal inagotable de su amor. Tal vez, por ello, se ha hecho hombre: ha encerrado en nuestros límites toda su grandeza, el latir eterno de su amor; de esta manera, humanada, podía entregarnos su grandeza al completo.
Él se ha hecho huérfano, extranjero y viuda, marginal y pequeño, para poder entregárnoslo todo. Lo mucho no es suficiente para él, no está a la medida de su amor.
Por eso, tal vez, también necesita para llevar adelante su Reino a huérfanos y viudas, extranjeros y excluidos que estén dispuestos a dar lo poco que les queda, todo, para transformar el mundo. Quien posee mucho, puede aportar mucho, pero es muy difícil que lo dé todo. Y Dios no necesita mucho –él es todopoderoso–, lo necesita todo, aunque sea bien poco, como la limosna pequeña de la viuda pobre.
Manuel Pérez Tendero