¿Es posible creer en la vida en presencia de la muerte? ¿Es posible creer en la alegría cuando nos visita el dolor? ¿Se puede creer en la pureza después de haber sido manchados hasta el fondo por el pecado? ¿Se puede mirar al cielo cuando se ha visitado el abismo?
¿No será la esperanza una actitud de la etapa adolescente de la vida, o de la lejana infancia, cuando todavía no nos ha venido al encuentro ninguna frustración? ¿No se identifica la madurez con la resignación y la ironía, con una aceptación escéptica de las limitaciones de nuestra existencia?
¿Se puede creer en Cristo en una sociedad post-cristiana? ¿Puede recuperar el ardor del creyente quien ha perdido la fe? Es posible que nuestra sociedad esté llena de personas decepcionadas con el cristianismo. Hay muchos que no creen en Cristo, pero hay muchos otros, también, que, después de haber creído, han abandonado la esperanza en aquel Mesías de la primera hora.
Muchos han iniciado el camino de Emaús. Cariacontecidos, con una actitud “de vuelta”, lleno el corazón de decepción y en búsqueda de certezas más pequeñas y antiguas para reconstruir una vida con sentido después de la esperanza.
“Nosotros creíamos que él iba a ser el salvador de Israel” cuenta Cleofás, dando la espalda a la ciudad de la muerte. Jesús, desde Galilea, nos llenó de sueños pero no ha sabido mantenerlos; se ha dejado matar y, con ello, ha destruido todos nuestros proyectos. No era quien pensábamos, estábamos equivocados. Debemos volver a “lo real”, a lo de siempre, a lo único que importa. El Reino está repleto de belleza, pero no es posible; la salvación es una idea feliz, pero no verdadera; como mucho, dejad que sea símbolo para entretener a los niños y ocultarles por un tiempo la crudeza de la vida.
Algunos discípulos de Jesús podrían haber intentado rescatar el pasado para reconstruir la comunidad. Vivir de Galilea, de la predicación de Jesús y sus gestos. Él ha muerto, pero nos queda su mensaje y su proyecto: intentemos vivirlo y transmitirlo. Vivamos la memoria de un mártir, de aquel que nos amó hasta el extremo y nos lo dio todo; estemos a su altura, reivindiquemos su nombre, recuperemos su sueño, continuemos su tarea.
Nada de esto hicieron sus discípulos. Seguramente, no habrían sido capaces, o habría durado poco; pero tampoco dio tiempo: Jesús mismo se adelantó.
El mismo que llamó a unos pocos discípulos en los caminos de Galilea al comienzo del ministerio, viene ahora a restaurar el seguimiento. La resurrección de Jesús es la renovación de la llamada a los suyos. La Pascua, como nos recuerda san Juan, fue “la hora de pasar de este mundo al Padre”, pero también la hora de salir por los caminos a buscar a los discípulos decepcionados para devolverlos a Jerusalén.
“Era necesario que el Mesías padeciera”, hacía falta que fuera vencido el sueño del Reino para que se hiciera real y definitivo. Había que vencer el pecado, la muerte, la caída, la tiniebla, la crisis; el proyecto de Jesús tenía que ser del todo de Dios, y tenía que ser eterno. Hacía falta, por tanto, pasar por la muerte. También la muerte de las esperanzas en los suyos.
La fe es una re-llamada, un re-conocimiento, una recuperación, un despertar, un después. La fe es una resurrección.
También hoy, como en Emaús, Jesús resucitado está dispuesto a salir por los caminos para recuperar a tantos cristianos decepcionados, a tantos que han dejado de creer. Él quiere devolverlos a Jerusalén, a la comunidad, para que cuenten su experiencia y escuchen la de otros; para que, juntos, puedan gritar con alegría: “Era verdad, ha resucitado”.
Recoger a los que se han marchado para que, en Jerusalén, el Espíritu llegue a todos y comience la hora del testimonio, de la misión. Pueden ser apóstoles solo aquellos que han regresado, los que han sido recuperados por el Resucitado.
Manuel Pérez Tendero