Uno de los misterios más grandes de los inicios del cristianismo es la universalización de una alianza que se fundamentaba en una elección.
Abrir la religión de Israel a todos los pueblos, ¿no significaba desvirtuar la base misma de la fe bíblica, es decir, la alianza con un pueblo, la elección de Abraham y sus descendientes? Para muchos investigadores, fue esta universalización la clave de la separación entre la Iglesia y la sinagoga, significó la definitiva des-judaización del cristianismo.
Si este hecho parece una contradicción, ¿por qué se llevó a cabo? ¿Quién fue el sujeto de esta separación? Más aún, al hacerlo, ¿no se está cambiando la voluntad misma de Dios, del Dios de Abraham?
Según muchos investigadores, fue san Pablo quien realizó este trasvase de Israel a la gentilidad. Jesús de Nazaret habría sido un judío piadoso fiel a la alianza con los padres. El mensaje del cristianismo sería de Cristo, pero los destinatarios habrían sido cambiados por su Apóstol; con lo que, en definitiva, también se cambia el mensaje.
Vivimos una época de globalización, en la que todo es universal y entendemos poco de elecciones particulares; en cambio, en esta misma época, parece que nos complace decir que la universalidad del cristianismo es una tergiversación de sus raíces.
Debemos reconocer, humildemente, que el Evangelio que san Pablo predicó es el que nos parece, no solo más acorde con nuestra mentalidad moderna, sino más genuinamente humano: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.
La universalidad del cristianismo, por tanto, es algo muy humano, que nos llena de dignidad; es una de las causas principales de la conciencia universal que, ahora, todos compartimos. ¿Pero es algo original, fue la pretensión de Jesús?
Cuanto más se leen los evangelios más nos damos cuenta que Jesús fue un judío piadoso, en continuidad con la religión de sus padres. Pero, en esta continuidad radical, fue sembrando una apertura en el corazón del judaísmo; no tanto por una idea revolucionaria anacrónica, sino por su predicación de la verdad sobre Dios. Esta apertura la vivió, ante todo, en su cercanía a los últimos y a los pecadores, a los excluidos del pueblo.
En esta línea, no hizo sino llevar a sus últimas consecuencias una intuición que ya recorre los textos de los profetas. El Dios de Israel es el Dios universal, el Dios que eligió a Abraham es el creador de todos. Y él sueña un futuro en que todos los pueblos se acerquen a su monte santo para ser consolados e instruidos. Él conduce la historia para que todos participen de la bendición de Israel.
Lo dijo ya desde el primer momento cuando llamaba a Abraham: “En ti serán bendecidas todas las razas de la tierra”.
San Pablo no inventó nada nuevo: comprendió como nadie el mensaje de Jesús y sus consecuencias. Jesús tampoco inventó nada nuevo: trajo la novedad que siempre estuvo ahí sembrada, la de un Dios que nos ama a todos porque a todos nos ha creado.
¿Existe, entonces, una discontinuidad entre lo antiguo y lo nuevo? ¿Es el Antiguo Testamento el que está equivocado? No, quienes se equivocan son quienes no entienden dinámicamente la Palabra y la alianza, quienes no saben leer las huellas de lo antiguo que florecen en lo nuevo.
Se equivocan los que no saben compaginar la elección particular y la salvación universal. En lo profundo –como diría el filósofo Ebner– se produce la comunión, se entiende lo que en la superficie parece incompatible.
Dios ha elegido a un pueblo para bendecir a todos. Así funciona el amor. La universalidad no es una idea abstracta, sino la extensión de una comunión que siempre es concreta.
El Dios de Jesús es el Dios del Antiguo Testamento y el Dios de san Pablo, es nuestro Dios, el de todos. Él nos pensó, nos creó, nos conduce y nos espera. Por eso, la fe en este Dios es siempre misión, comunión que se extiende.
Manuel Pérez Tendero