Tel Balata son unas ruinas que casi nadie visita. Perdidas en la actual ciudad de Nablus, son los restos de la antigua y noble ciudad de Siquem. Pocos son los peregrinos que se adentran por las tierras de Samaría. Alguno, si tiene tiempo para hacerlo, se concentra más bien en el pozo de Jacob, que trae recuerdos neotestametarios de una mujer que se encontró con Jesús y descubrió la sed.
El olvido de Siquem, acrecentado por la situación política de Palestina, tiene que ver con la omnipresencia de Jerusalén como ciudad estrella de los tiempos bíblicos. Pero, al principio, no era así.
Jerusalén era una ciudad cananea, jebusea. Solo con David se convierte en capital del reino y, más tarde, en ciudad santa. Estamos en torno al año mil antes de Cristo. Pero Israel nació antes. En la época de los patriarcas, en el éxodo, en los años de la conquista y los Jueces, en los comienzos de la monarquía con Saúl, Jerusalén existe pero como ciudad extranjera.
El corazón del pueblo elegido está un poco más al norte, en los territorios de Efraím, entre los montes Garizim y Ebal. Siquem fue la primera capital del reino cismático del norte, porque era la ciudad con más solera de Israel. Allí hubo un primer intento, fallido, de monarquía en Israel, con Abimélek y sus atrocidades. Allí, en la época de la conquista, Josué reunió a las tribus e hizo una alianza que vio nacer una nación. Allí, antes incluso de Moisés, Jacob hizo un pacto con sus habitantes, lo cual nos recuerda al rey cananeo Labayu, conocido por la arqueología, y sus pactos con los hapiru (¿hebreos?) en contra de Egipto.
En Siquem tuvieron lugar dos asambleas fundamentales para la historia de Israel. La más antigua, a finales del segundo milenio, para reunir a todas las tribus en un proyecto común y nuevo: el nacimiento de un pueblo de gente sencilla que tiene a Yahvé como Dios y la libertad como programa. El protagonista fue Josué, sucesor de Moisés. Unos doscientos años más tarde, en otra asamblea, cuando el hijo de Salomón tenía que ser aceptado como rey en Siquem, se produjo un cisma doloroso en el pueblo que ya nunca volvió a recomponerse. El protagonista fue Jeroboam, primer rey cismático.
Lugar de unidad y de ruptura, lugar de creación y destrucción; Siquem es lugar de decisión. Leyendo los textos bíblicos, comprobamos que la unidad fue obra de todo el pueblo, que elige al Dios de la liberación y, por ello, se une sin envidias ni rivalidades. El cisma, en cambio, fue obra de los políticos y sus consejeros, con deseos de poder por parte de Jeroboam y como fruto, también, de una política de asfixia en los impuestos por parte de Salomón. Dios ya no es lo primero, sino el poder y la economía. El pueblo pasa a un segundo lugar, como Yahvé.
¿Podrá volver Israel de nuevo a Siquem? ¿Será capaz de reconstruir la unidad? Según los profetas, Dios mira hacia el futuro y promete la unidad como fruto de la gracia, y de un rey que será verdadero pastor de todos y estará al servicio de los pobres.
Para los cristianos, ese rey ya ha llegado; ha venido a devolverles al pueblo y a Dios el protagonismo, a recuperar para nosotros la libertad. Como Salomón, es hijo de David, pero ya no nos oprime con impuestos, sino que nos ofrece el desprendimiento y la gratuidad, siguiendo sus huellas de despojado. Gracias a él, la pregunta de Josué se puede volver a pronunciar: “¿A qué Dios queréis servir?”
Es necesario responder. Es más fácil no hacerlo, dejar que otros construyan nuestro futuro y tomen nuestras responsabilidades, cargando también con nuestras culpas. ¿Elegimos a Dios y la unidad? ¿O preferimos el poder y la ruptura? ¿Daremos prioridad a la libertad o al bienestar?, ¿a la sociedad o a los grupos de poder?
De una forma u otra, siempre podemos elegir. También los discípulos de Jesús eligieron a mitad del ministerio: muchos, se marcharon. Los Doce, eligieron seguir con el Maestro, siguieron escuchando sus palabras sobre el pan y la vida, sobre Dios y nuestra libertad.
Manuel Pérez Tendero