Antes de llegar la Navidad, la Iglesia nos invita a vivir una visita.
No sé cuál fue la última visita que ustedes recibieron en casa. Quizá, con la pandemia, no abunden estas visitas en los últimos meses. No sé, tampoco, si fue una visita inesperada o conocida; no sé si fue fuente de alegría o trajo, más bien, preocupación y dificultades.
Por otro lado, les invito a recordar la última visita que hicieron. ¿Fue prevista o espontanea? También pudo servir para llevar alegría o, por el contrario, para dejar preocupación en aquella casa.
Una de las realidades cotidianas más importantes de nuestra vida es que hacemos y recibimos visitas.
En este domingo anterior a la Navidad, la liturgia nos invita a leer la Visitación de María a Isabel. Más de cien kilómetros, desde el norte hasta el sur, desde Galilea a Judá, desde Nazaret a los alrededores de Jerusalén. La llegada de Jesús significó para María, sobre todo, largos recorridos por la tierra prometida.
Una de las formas más interesantes de comprender un texto es introducirnos en alguno de sus personajes. En el caso de la Visitación, nosotros podemos ser Isabel, que recibe la visita lejana de la joven María.
Isabel es anciana, pero está feliz: por fin va a recibir un hijo, fruto de sus oraciones. Con la llegada de María, la felicidad de Isabel se profundiza, le llega hasta las entrañas, hasta el hijo mismo que ella porta. Con la llegada de María, el embarazo de Isabel adquiere su sentido y el niño atisba ya su misión. No hay nada más importante en la vida que saberse amados y recibir una tarea.
La base sobre la que se construye nuestra creatividad y la fuente de nuestras motivaciones es la alegría. Este es el tono del encuentro entre estas dos mujeres, embarazadas, agraciadas, tocadas por Dios.
La soledad es el drama más grande del ser humano; esa soledad que, a fuerza de individualismo y relativismo, estamos multiplicando en nuestra sociedad.
Necesitamos ser visitados, necesitamos experimentar la doble alegría de que le importamos a alguien y de recibir de quien nos ama una tarea. Esto es la Navidad: por medio de María, Dios nos visita de una forma muy frágil, muy sutil, muy delicada y pequeña. Él inunda de luz nuestra vejez, nuestra vida infecunda, nuestros pequeños logros, nuestras ilusiones. Su presencia llena de alegría y de misión nuestros hogares: con Jesús, nos incorporamos al proyecto de Dios sobre nuestro mundo, es posible luchar y sufrir por la meta del Reino.
«¿Quién soy yo para que me visite la Madre embarazada de mi Señor?». Lo signos navideños con que adornamos nuestros hogares quieren ser prolongación de la sonrisa profunda que nos brota de las entrañas, porque nos ha visitado el buen Dios, porque somos amados por la Fuente misma del amor. «¿Quién soy yo para que sea, realmente, Navidad en mi casa?».
Pero también podemos apropiarnos la escena de la Visitación, convertirla en clave de la Navidad, a través de la identificación con otro personaje: María de Nazaret. Esta identificación es pertinente, sobre todo, si soy cristiano, si he recibido el Anuncio, como ella, para acoger la Palabra.
Este mundo, como Isabel, viejo y caduco pero también tocado por Dios, necesita la visita de la joven Virgen que lleva sentido al embarazo de la estéril.
La Navidad es tiempo adecuado para salir de nuestro hogar y hacer visitas. Dios quiere acompañar la soledad de nuestros vecinos y nuestros paisanos, quiere llevarles la alegría de una presencia. La Navidad es un regalo y es un reto, una misión.
La Iglesia, cada cristiano, es María, preñada de Palabra y dispuesta a ponerse en camino para llenar las vidas de aquellos que, quizá sin saberlo, esperan al Mesías.
Visitados y visitantes: de la mano de María y su anciana prima atisbamos el sencillo misterio de la Navidad.
Manuel Pérez Tendero