¿Para qué escribe el ser humano? ¿Por qué convierte sus ideas en letras que pretenden durar más allá del final de quien las escribe?
Escribimos para comunicarnos, pero hay muchos motivos por los que nos comunicamos. A veces, es la soledad insoportable lo que nos empuja a que pongamos palabra a nuestros sufrimientos; también puede ser el amor, que queremos plasmar con atisbos de eternidad porque pensamos que merece durar aquello que sentimos. Otras veces, escribimos para ser queridos o, al menos, para ser reconocidos por los demás en nuestras palabras e ideas.
¿Por qué se pusieron por escrito los textos del Nuevo Testamento? ¿Con qué intención se escribió la Biblia?
La mayor parte de los autores sagrados se vieron envueltos en una misericordia desbordante, hacia ellos y hacia su pueblo, que quisieron transmitir para que otros también lo experimentaran. La Biblia fue escrita, sobre todo, por miembros conscientes de pertenecer a un pueblo elegido a lo largo de la historia: las generaciones futuras deben participar en la experiencia que tuvieron los antepasados. Los creyentes del presente deben apropiarse las epopeyas del pasado y, además, deben aportar su propia experiencia de Dios para colaborar a crear un pueblo de la alianza que proclama las maravillas del Dios escondido.
Los autores sagrados no son, ante todo, cronistas de acontecimientos objetivos, sino creyentes apasionados que quieren mover el corazón de los lectores. Por eso, el lector de los textos bíblicos no está guiado, principalmente, por el arqueólogo de las palabras o el estudioso de la historia, sino por la fe, la misma fe que hizo nacer los textos. El historiador y el arqueólogo pueden ser ayudantes, pero los protagonistas del diálogo que el texto pretende son los creyentes del pasado y del presente, con Dios como testigo y contertulio principal.
Cuando leemos el milagro de la tempestad calmada, por ejemplo, no lo hacemos para admirarnos de las cosas grandiosas que sucedían en el pasado: allí, llegando a nosotros a través del texto, hay una verdad que nos toca de lleno.
Las grandes olas y los vientos recios que azotan a la barca de los discípulos hablan del pasado y hablan al presente: hoy también nuestra barca se ve azotada por grandes tempestades que nos llenan de temor.
Es posible que algunos, borrachos por el mosto del bienestar, duerman dentro y no sean conscientes de las olas que azotan contra el barco; pero hay otros que vigilan en cubierta y viven preocupados por el futuro de la travesía.
A estos últimos se dirige Jesús en el evangelio de la tempestad calmada. No les recrimina su falta de realismo a la hora de analizar la realidad, sino el miedo al afrontarla. Las olas son más fuertes que la barca, pero están al servicio del Señor del mundo: hasta el viento y el mar le obedecen.
Lo que nos configura a los creyentes no es un conjunto de ideas para afrontar las dificultades de cada época, tampoco unas estrategias de actuación y comportamiento que nos aseguran la clave para salir victoriosos. En la barca, el único instrumento contra el mar es la persona de Jesús; nuestra vinculación a él es la única esperanza ante la tempestad.
Por eso, Jesús no les recrimina su falta de preparación para las dificultades o su falta de pericia marinera: les recrimina su falta de fe, de confianza en el Señor del mar que habita en la barca.
“¿Quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?”. Es la pregunta final de los discípulos, y sigue siendo también la pregunta final de los creyentes de hoy: ¿Cómo puede ser que el Señor tenga en sus manos el destino de este mundo? ¿Cómo es posible que él sea el Señor de esta historia? ¿Quién es este que actúa de esta manera tan desbordante y misteriosa?
La inmensidad del mar, la fuerza de las olas, toda incertidumbre, nos mueven a volver a mirar al Maestro: ya es tiempo de tener fe.
Manuel Pérez Tendero