Las furgonetas suben de forma vertiginosa desde las afueras de Daburiyya hasta la cima del Tabor. Allí espera el bien cuidado convento franciscano que custodia la memoria de la transfiguración de Jesús. Una iglesia moderna, de las más bellas de Tierra Santa, está dedicada al acontecimiento; debajo, otras construcciones más antiguas donde ya cristianos de otros siglos subieron a buscar el rostro de Jesús, como en los orígenes lo hicieron Pedro, Santiago y Juan.
Una iglesia bella para custodiar un acontecimiento que expresa la belleza del fundador del cristianismo: el rostro de Jesús y sus vestidos eran pura luz, belleza de Dios entre nosotros.
El camino hacia Jerusalén podía parecer una dura subida marcada por la tragedia, lo era; pero, en lo profundo, era un itinerario de construcción del rostro humano del Hijo de Dios, era un moldeado de su carne asumida para poder mostrar el Espíritu. Toda la vida de Jesús, desde la encarnación a la resurrección, fue un proceso de espiritualización de la carne, de divinización de lo humano, de transformación artística hacia la belleza más perfecta.
Jesús es la obra de arte del Espíritu, labrado con el sufrimiento de los hombres y el amor del Padre, con una biografía cargada de esperanzas y frustraciones. La transfiguración en el monte es como una ventana abierta al misterio profundo de este hombre único, en camino de humanización y divinización de lo humano.
Con él, Pedro Santiago y Juan –nosotros– están llamados, no solo a contemplar, sino a introducirse en ese camino junto al Maestro.
La vida humana es un proceso de transfiguración, un camino hacia la belleza no escrita, en la búsqueda de nuestro rostro más genuino.
En el monte Tabor atisbamos el futuro, el interior, las posibilidades de la carne: luz, diálogo, limpieza, sosiego, amor, belleza. Me pregunto si estas pautas nos conducen en nuestros esfuerzos cotidianos.
Si miramos a nuestro alrededor –también en el interior de nosotros mismos– parece que caminamos hacia la tiniebla, con un rostro que se va endureciendo con expresiones de cansancio y malestar, de enfado. El diálogo disminuye, y sus temas se tornan cada día más superficiales. Nos acostumbramos a la suciedad, exterior e interior, moral y vital. La riqueza, el afán de bienestar y la búsqueda de experiencias novedosas nos quitan la paz: no tenemos sosiego ni tiempo para vivir humanamente y amar, para descubrir el rostro del otro y descubrirnos nosotros como interioridad abierta.
A veces, da la impresión de que hemos perdido los caminos de la belleza, y no solo en el arte. La gran obra de arte somos nosotros, nuestra carne humana, la materia que nos sostiene como sujetos, esa biografía única que vamos recorriendo, llena de oportunidades y presencias.
Podemos ganar el mundo y perder el rostro. Podemos disfrutar de las cosas y dejarnos esclavizar por ellas. Podemos divertirnos con los otros y no descubrir su corazón.
Existe otra forma de dar forma a nuestra vida. Siguen abiertos los caminos de la belleza para quien esté dispuesto a remar contracorriente. Es necesario subir al monte, hacer pausa en nuestro ajetreo esclavizante. Debemos dejar que Moisés y Elías, los sabios de la antigüedad, las Escrituras, hablen con nosotros. Es importante que entremos en la nube del misterio: solo allí es posible la trascendencia y el amor.
Estamos en Cuaresma. El Carnaval ha pasado. Jesús nos invita a subir con él. Acaban los disfraces y somos invitados a revestirnos de luz, de fe, de humanidad, de belleza, de Dios.
Manuel Pérez Tendero